Antonio Estévez, El Maestro por José Balza

Presentamos el trabajo biográfico del maestro Antonio Estévez, realizado por José Balza y Publicado en la Iconografía Antonio Estévez de la editorial Fundación biblioteca Ayacucho.

Biografía por: José Balza

Publicada en: Iconografía Antonio Estévez
Editorial: Biblioteca Ayacucho
1982

Lo múltiple extenderá su cuerpo para convertirse en música: cada hallazgo visual, cada sensación, amores y lecturas, el sueño, la comida, los viajes, sonido tras sonido, todo será visto nuevamente en la abstracción, equidistante: en el pensamiento musical. Así Antonio Estévez, este hombre que transita lo cotidiano (lo múltiple), se reconoce en el otro que crece, siempre, desde él: en Antonio Estévez el músico.

Al comienzo, él mismo no lo advierte: con naturalidad, el grito de un animal en las madrugadas del llano viene a ser parte de la instrumentación que su oído infantil imagina. Pero durante la madurez, en cambio, la Orquesta —frente a él— sería otro animal mítico que abordará su vida por las noches. Entre ambos momentos, una extraña fuerza (la personalidad, lo particular, la vida: cualquier otro azar) debía nacer ciegamente: ella iba a ser sometida por las voces del rigor, iba a desbordarse de nuevo, para devolver al cuerpo que la recibiera —a Estévez— el secreto contenido en sí misma: la música.

Esa fuerza venía desde antes: podemos sentirla en Cristina Tirado, aquella india —piel bruñida, metálica; cabellera que acude a la cabeza, espléndida, sin arrancar desde ella; ojos de sitios distantes— que se detiene en los estrechísimos caminos, cubiertos por hierba amarilla, y recoge una espiga, una hoja, bajo el sol. El silencio esconde las escasas viviendas próximas. Cristina Tirado, con la espiga en la boca, arde también en el crepúsculo. India sin edad: muchacha y vieja a la vez; segura como luz, inmóvil en un momento cualquiera de la tarde, mujer que escucha algo casi inaudible: el remoto canto de un hombre que se aleja por el llano. Cristina Tirado: bisabuela materna de Antonio Estévez. Repetida imagen, antigua ocultadora. ¹

Fuerza de los días y de la carne, que encontraremos en Celia Aponte, hija de Cristina Tirado, cuya coincidencia en El Sombrero con Galo Segundo Bremont (ella casi indefinible hoy para nosotros y él un vértigo de la aventura y el sexo, un soberbio semental) desliza una nueva figura hacia el futuro: se unen para que nazca la madre de Antonio Estévez. Esta fue llamada Melquíades, pero cambió su nombre por Carmen Aponte, que habría de durarle hasta 1971, cuando murió.

Fuerza (o azar) que enlaza a la negra Isabel Estévez, en Calabozo, y la seduce desde el amor, para convertirla en madre también. Abuela oscura: voz y piel sombrías que reúnen pasados sobre pasados, hasta olvidarlos; abuela que se prolonga en la inclinación rítmica de su hijo, Mariano Estévez; abuela negra, contra cuya sensualidad Mariano opondrá un riguroso deseo de orden, de claridad. Mariano Estévez, hijo natural de Isabel, se casará con Carmen Aponte, en Calabozo, en 1915.


¹ Popol Vuh.


La novia tiene catorce años, y un año después —el 3 de enero— nacerá el primero de los trece niños concebidos por el matrimonio: Antonio Estévez Aponte. Seis hermanos sobreviven. En uno de ellos, el azar o una fuerza extraña de la vida se convierte en música. Esta fuerza (eco, registro, código; sonido, aspiración, unidad; ritmo, pulsión, cuerpo escrito y audible; profundidad, acorde, tensión; disidencia, voces, contrapunto; idéntica forma transfigurada, tiempo encarnado, sucesión; existencia de linea, paralelo, ascenso; ámbito del oído, de lo oído, omphalos; eco: dato cotidiano, figuración divina) es la misma que se inició con una palmada, con el crótalo. Vino en la energía del altar y del rito; está en el ámbito para la danza. Hurgó los salones. Rehízo el pensamiento. Se llama sonata, ópera. O: disco, radio, TV. Rockola. Fiesta y suicidio. Carne del tiempo repetible.

Después el hijo habría de entender y de agradecer (o perdonar) el rigor de Mariano Estévez; pero aquel niño no se explica por completo tanta austeridad. Mariano Estévez, su padre, ejecuta con soltura la trompeta y el cornetín. Se sabe con grandes facultades para los instrumentos de cuerda, y acompaña a su esposa, algunas noches, con el cuatro. El dúo de bandolina y cuatro alimenta en el pequeño hijo la idea de unidad de sus padres. Y a ese equilibrio se acoge para resistir el carácter paterno. ¿Preocupado quizá por ser descendiente de negros, hijo natural de Isabel, reacciona Mariano Estévez con tal obsesión por la exactitud, la disciplina, la honradez? Hay algo contra lo cual se opone: su pasado, el azar de su historia; y quiere que de sí derive únicamente lo predecible, la estabilidad, el orden. Una familia pobre y emprendedora, la suya. El a la cabeza del grupo, capaz de trabajar en todo, honestamente.

“Mi padre tenía un concepto monstruoso de la honradez”, dirá Antonio Estévez.

En 1920, Mariano se encargará de organizar los festejos oficiales de la Gobernación. Manuel Sarmiento está al frente del Estado Guárico, y cuenta con Mariano para la preparación de todas las recepciones, actos, fiestas y terneras. Un trabajo que abarca desde la revisión de comidas y bebidas, hasta el proceso de cubrir los pisos de las salas con coleta y echarles esperma, para utilizarlos deslizadamente en los bailes. No es ajeno a Mariano el sistema de iluminación: lámparas apropiadas, en épocas sin electricidad. Todo eso ocurre en Calabozo donde vive la familia Estévez, compartiendo una casa con otra (breve) familia: los Clermont, integrada por Clotilde y su marido el flautista negro Benito Rivas. Mucho antes de trabajar con el Gobernador de Guárico, Mariano había participado en la orquesta de baile de Calabozo, con Benito Rivas el flautista. El padre, de tan recio carácter, moriría en 1961.

Ella, en cambio, sólo supo acoger: tanto la feroz claridad del marido como el insistente gusto musical del hijo. Carmen Aponte —que alguna vez había borrado su nombre: Melquíades— intuía cómo podían estimular al niño esos pitos de latón que le regalaba, o los Cuentos de Calleja dejados para él en el zaguán, durante las fiestas de Reyes.

Día tras día; la atención al hogar, al hombre, a los hijos; a cada faena mínima, al negocio en el futuro. De alguna manera, siempre quiso que Antonio fuese músico. Con frecuencia leía cosas para los niños: especialmente ese “Panchito Mandefuá” que el músico ha grabado en su memoria, desde la voz materna en la infancia. Porque cuando Carmen Aponte estudiaba —en el Colegio de Teresa Hurtado, Calabozo— el joven José Rafael Pocaterra trabajó allí y le dio clases. Un avatar político había conducido a Pocaterra hasta ese colegio. Carmen Aponte no lo olvidaría cuando, años más tarde, él fuese escritor reconocido. Y entonces ella iba a leerles a sus hijos las andanzas y la muerte de Panchito Mandefuá.

Ahora la casa está sola, hay calor. Esa luz espesa de las dos lleva el sol hacia los lugares más íntimos del hogar. ¿Dónde están todos? Afuera el viento sopla, inmóvil. El mediodía aprieta su piel contra las cosas, y la brisa misma resulta prisionera. Es el silencio: el soplo. La madre puede estar en una casa vecina, y el padre trabajando. No quedan señales de los otros hermanos, y Clotilde y Benito quizá duermen en los cuartos más lejanos. Pero el niño de cinco años palpita dentro de esta luz espesa y de su callado secreto. El mediodía madura ondas de fijeza. Puertas y ventanas; mesas, sillas, hamacas: todo cae sobre el chico, como una pulpa dorada. No es él quien respira sino el día.

Ahora, fuera de tiempo, el niño reconoce el soplo: una flauta se eleva sobre la orquesta irreal, y mueve las cosas, los árboles del patio. Nada ocurre, excepto esa respiración sonora, que lo envuelve y lo desdobla. Entonces el niño solitario camina con extraña seguridad hacia el tesoro del mediodía: allí, cerca del altar, sobre un paño grueso, está el objeto que lo fascina: la flauta de Benito Rivas. Y él no puede advertir cómo todo se inquieta, cómo las ondas del día estremecen el ambiente familiar, porque también él forma parte del temblor. La flauta está en sus manos. Acaricia, sopla, juega: un mundo enigmático se resiste. Curioso, hipnotizado, desarma el prodigio, las bombas ruedan: la firme serpiente sonora se deshace. Y entonces la casa entera, el mediodía, retumba con la voz conocida y terrible que lo llama: “Antonio, muchacho, ¿qué haces?” Antes de volverse intuye que ha sido sorprendido, que el daño es grave. Su padre está sobre él, y levanta una mano dura. La paliza no se hace esperar.

Ese que está dentro del hueco, a quien le sobresale la cabeza desde el suelo; ese que está como enterrado hasta el cuello, para que deje de joder, es Francisco José Estévez, el hermanito de Antonio. La medida (frecuente) ha sido tomada por el padre; y el niño, tranquilizado por ahora, recrudecerá sus travesuras apenas sea todo por las noches, cuando la gente se lanza hacia una recreación verbal de la oscuridad: leyendas narradas por voces familiares (… mirada y rumbo el coplero/ pone para su caney,/ cuando con trote sombrío/, oye un jinete tras él), cachos y truculencias entendidos por peones. Pájaros nocturnos, agoreros, de interminable (y fragmentario) mensaje. Toros que pitan, insinuantes; y los peones vuelan al cantar con el cuatro: en las canciones viejas, en las improvisaciones, con los tonos del velorio o con los cantos de ordeño.

En 1923 Mariano Estévez decide viajar a Caracas con la familia. Se le hace obligatorio buscar nuevas posibilidades de trabajo. A Antonio le entusiasma el sólido Ford en que viajan; pero su atención se concentra en la lenta proximidad de nuevas formas, que surgen a los lados de la carretera: cerros, montañas, caprichosas elevaciones de la tierra, que él nunca había imaginado. Y esa misma ondulación verde va a rodear el automóvil hasta la ciudad, donde un monte inconfundible, de viviente cromatismo y serena seducción, el Ávila, disuelve atmósferas frías y transparentes.

La familia vivirá en una cuadra bastante céntrica: el número 45-1 de Abanico a Socorro. Muy cerca, el puente Ochoa. El padre no tardará en trabajar como mesonero del restaurant (o “Salón de familia”) “La india”, ubicado entre Gradillas y Sociedad. Durante estos días, el niño establece no sólo su primer contacto con el suelo variable de la ciudad (bajadas y subidas, calles y escalinatas) sino también con el hielo, los helados y los billetes de lotería. Asimismo conoce los dulces y las pastas que su padre trae cada noche a casa desde “La India”.

Imborrable le resultará la impresión del carnaval en la Plaza López. Para el niño, que creció sin juguetes, el papelillo, las serpentinas, las cuentas de vidrio, son un tesoro. Recoge, guarda, utiliza estos milagros del color. Máscaras: puro gesto: alegría.

1925: la familia está de regreso en Calabozo. El padre ha aprendido una nueva modalidad de trabajo, independientemente. Y con un socio, pone una novedosa fábrica de kolas. El éxito del negocio es inmediato. Antonio entra y sale del lugar donde se prepara la bebida. A veces vigila la planta de hielo, lo asombran sus poleas (Gesang der Jünglinge im Feuerofen). Con otros muchachos, utiliza la pequeña bola que cierra las botellas, como metras. Entra y sale, firmemente ubicado dentro de las exigencias del padre, pero apto para todos los juegos, siempre vestido con pantalones y cotonas hechos (¿por su madre?) con tela de los sacos de azúcar MOPIA.

El carnaval del próximo año adquiere especial rango en el Guárico, y el secretario de Estado encomienda a Mariano Estévez la compra de toda la ornamentación en Caracas. Una altísima suma para la época será invertida en las celebraciones: quizá veinte mil bolívares.

Antonio enloquece viendo las cajas, los adornos, los juguetes. Sin embargo, rechaza aquellos que le obsequia el hijo del secretario de Estado. Un excesivo temor al padre lo inhibe. Pero el hijo de Castillo insiste, y le llena los bolsillos. Casi en seguida Mariano Estévez descubre el tesoro del chico, y lo obliga a recoger aquellas piezas que Antonio ya había repartido entre sus amigos. Llevado de nuevo por su padre ante Castillo, éste explica la situación y otorga de nuevo los juguetes. Desde luego, el padre no acepta el obsequio. “Sentía una gran satisfacción con todas las cosas de papá, a pesar de su rigor, de su dureza” nos revela Estévez hoy. (¿Se produce así la primera posibilidad de traslación —de una imagen a otra— para la futura fidelidad del compositor Estévez ante el maestro Vicente Emilio Sojo?) Pero no sólo excitación ante las máscaras y las serpentinas deja este carnaval en el niño: ahora ha sentido derrumbarse sobre él, agitado, crepitante, un universo que únicamente conocía en los instrumentos de sus padres y en las voces llaneras: el sonido de orquestas y conjuntos, llegados de Caracas o de Villa de Cura. Y así siente que el sonido puede pesar, abrumar o arrasar: quedarse sobre su propio cuerpo, sobre su cabeza y sus huesos.

En 1924 Antonio Estévez tiene dos contactos fugaces, pero de durable extensión. A comienzos de año había iniciado unos irregulares estudios de Teoría y Solfeo con Gregorio Ascanio, violinista de Curiepe. Seis meses después, continúa este aprendizaje con el músico Mario Pereira. Todo por el empeño de Carmen Aponte, que vislumbra un buen oído en su hijo.

Los músicos han llegado y tocan esta noche en la plaza o en la Iglesia. Antonio, de diez años, ha sido encargado de sostener las velas que iluminan las partituras. El sonido, la esperma que a veces quema sus dedos, pero sobre todo ese mundo criptográfico que se mueve bajo la luz, frente a él —la escritura musical— lo vencen: le provocan un sueño extraño, un descuido: y mientras ve o escucha, las velas se inclinan y queman, entre las protestas y las risas de los músicos, pedazos de partituras.

Después de haberlo hecho con Mario Pereira, volvió a estudiar durante cuatro o cinco meses, algo de música. Esta vez quien enseña es Elsa Pezzolanni, ya reconocida en el lugar por sus cursos para señoritas. Apenas los muchachos descubren que Antonio va a esos cursos, lo persiguen, bromeando y en serio con una palabra: “¡Marico, mariquito!”

Estamos en 1926. Don Juan Landaeta Llovera, secretario de Estado, quiere fundar una banda y comisiona al ebanista Juan Vicente Gutiérrez, “gran músico de pueblo” como lo califica Antonio Estévez, para fundarla. En verdad el sentido de la agrupación era corregir o recoger muchachos con problemas de conducta: vagos, desordenados, ladronzuelos. Su padre no permite que Antonio ingrese a la banda; y desde que ésta inicia sus preparativos en una casa solitaria, el niño se esconde cada noche en la cocina para escuchar las clases. A los tres meses de trabajo, Gutiérrez examina a sus alumnos; nadie encuentra las respuestas acertadas. Y Antonio salta desde la cocina, y expone correctamente las respuestas. Es admitido inmediatamente en la banda. Quince días después llegan los instrumentos: maravillas brillantes que dejan sus envolturas en el piso. La intuición del maestro prueba y selecciona a los alumnos: por la barbilla, por los labios, por los dedos: de esta manera son asignados los instrumentos. Para Antonio corresponde el genis (o sax), tan humilde que sólo adquiere importancia al sonar para las tres voces de la armonía. Pero la pasión y la alegría del niño “se comen” el genis: lo estudia, lo exprime: casi lo convierte en instrumento solista.

El 19 de abril de 1926 debuta la banda. Kepis, uniforme con corbata y el alto pago de cinco bolívares, glorifican el día para Antonio. Es una jornada fuerte, aunque el repertorio sea casi el mismo para las tres actuaciones: el concierto al lado de la casa presidencial de Calabozo, el Tedéum y la retreta de la noche. Los aplausos, el gentío, el estreno de su integración al grupo musical, se funden en la carne del muchacho: así queda fijada la fascinación de Estévez por las bandas. (¿Y no habrá en esa estridencia algo del acuático sonido que un ordeñador —Lezama— extraía de su marimba en los Bancos de San Pedro? ¿No surgirá de aquí cierta recurrencia sonora —aun en el Concierto para Orquesta— que veinte años más tarde creará Estévez?

Un año después comienza a estudiar y a tocar otro instrumento, el requinto, el pequeño clarinete; aprendizaje que, en tres años, lo convierte en un experto. Pero 1930 es también un período de eclipse para el negocio de kolas. La situación económica se vuelve difícil, y Antonio mismo debe trabajar un poco como cajero, en esos meses. Para el padre, la salida vuelve a ser Caracas. 1931 los encuentra al frente de una Pensión, ubicada de Bolero a Pineda. La venta del negocio de kolas permite al jefe de familia instalar y administrar este hospedaje. La nueva ubicación va a proporcionar inesperadas alegrías a Antonio: se le encarga hacer las compras en el mercado de San Jacinto. (Y él, de vez en cuando, se roba veinticinco céntimos para presenciar los juegos de béisbol; la gloria de los equipos Boyal y Magallanes en el estadio de San Agustín).

¿Pero qué le ha pasado a su padre, hoy? ¿Será que la ciudad lo altera, lo cambia? Antonio mismo no puede creerlo: Mariano Estévez le regala un clarinete. El instrumento deslumbra y el muchacho salta por toda la casa, con él. Extraño obsequio, sobre el cual el adolescente no quiere interrogarse más.

En pocos días ingresa a la “Academia de Música y Declamación”, precisamente para estudiar el clarinete. En el fondo aspira incorporarse a la Banda Marcial, cuyas retretas ha escuchado numerosas veces. Pero aunque es un alumno aprovechado de Miguel Gallo —clarinete principal de la Banda— no logrará ese ingreso porque tiene catorce años y usa pantalón corto.

Un año más tarde obtiene alta calificación en sus estudios. Un miembro del Jurado calificador, Leopoldo Sérpico, le da una tarjetica, recomendándolo ante Pedro Elías Gutiérrez, para que practique en la Banda. Al día siguiente, Antonio se presenta en el local de Pelota a Punceres donde ensaya la Banda.

Otra sorpresa para Antonio es la decisión de su padre: hablar con Pedro del Corral, para que éste interese a Pedro Elías Gutiérrez en el joven clarinetista. El entusiasmo de Antonio es ilimitado. “Creía que la música se escribía sólo para bandas: era la maravilla”. ¿La maravilla? ¿Y por qué no? Las bandas han dado a este muchacho su primer contacto con selecciones de óperas, de zarzuelas y operetas. También, desde luego, con la producción de los compositores del momento: Pedro Elías Gutiérrez, Manuel Betancourt, Santiago Burguillos, Salvador Díaz Peña, Manuel Arrieta, Francisco de Paula Aguirre, Pedro Arcila Aponte.

La ciudad, la desusual actitud de su padre, el clarinete, las perspectivas de ingresar a una banda, aceleran un extraño crecimiento en Estévez: todo puede ser posible para saltar hacia el corazón de la música. Dos factores, sin embargo, respaldan con mayor incisión ese proceso; su edad y un verdadero cambio a tal edad, haber dejado la provincia por Caracas.

Al año de estar practicando en la Banda Marcial, muere uno de los músicos, hermano de Pedro Arcila Aponte: el famoso valse de éste Las bellas noches de Maiquetía es parte del repertorio del conjunto. Así se abre la posibilidad de ingreso para Antonio, en la Banda. Pero el director, Pedro Elías Gutiérrez, indica que aún es muy joven, y que obligatoriamente debe “echarse” la cola, usar pantalones largos.

Durante ese carnaval de 1932, Antonio se va con un grupo a tocar en La Guaira. Casi cuatro días de esfuerzo con el clarinete para recibir al final ochocientos bolívares. Sin permiso de su padre (quien se disgustará notablemente), Antonio vuela con el dinero a la gran tienda “Smart” de la esquina El Conde, compra tres cortes para tres fluxes de pantalón largo. Así vestido, poco después, se presenta a la Banda Marcial. Tiene dieciséis años: todo un hombre. El uniforme de músico que recibe en seguida es una “chiva”, un préstamo. Pero con el mismo va al estudio fotográfico más próximo, y se hace retratar.

Mi espíritu se abstrae pensando que de un mar desconocido, El llano es una ola que ha caído. El cielo es una ola que no cae.

Lazo Martí

La carretera, un incesante despliegue de curvas: tierra rojiza, algunas casas, frío y frondas que a veces se borran con la niebla. Caracas queda detrás; los otros músicos bromean dentro del carro, pensando en el baile próximo. Antonio va con ellos, bastante escueto en su conducta, atento a las montañas brumosas. El grupo está contratado para tocar en los carnavales de La Guaira, sitio hacia el cual el muchacho viaja por primera vez. 1932 ha iniciado muchas cosas propicias para el adolescente. Esta aventura, tocar durante cuatro días fuera de Caracas, para ganar ochocientos bolívares, es una de ellas.

Horas después el clima ha cambiado; el calor aturde y el sol muerde los ojos. (¿Cuándo sabrá Antonio que muy cerca, abrumado por este ramaje de sol, es Armando Reverón, un pintor, quien está dispersando esa luz, convirtiendo el día en crudo lienzo para nuevos ojos?) La costa se aproxima y los compañeros lo dicen. Al comienzo Antonio no presta atención al dato. Pero de repente el verdor de la montaña, la claridad inmediata, son borrados por una nueva tierra: un gigantesco aluvión de luces, de brillos aturdidores e inmóviles, de hojas desconocidas: una llanura circular, viva y difusa a la vez, está ante los músicos. Ningún otro la percibe como él: “¡Tronco ’e sabana!” grita Antonio, y nadie sabe a qué se está refiriendo. Ni él mismo podría precisarlo: está frente al mar, y únicamente ahora encuentra —de manera abrupta, indecible— contenido para esa palabra que amará toda la vida. Agua o tierra: mar, corriente de hierba acuática, de cañaverales como espuma.

Pero el muchacho de la Banda y de los interminables (y agotadores) bailes, escucha durante esta época algunas cosas inesperadas. Al comienzo por curiosidad, y luego por un gusto indeciso, ha estado entrando al Teatro Municipal o a la iglesia de Santa Teresa, donde, durante festividades religiosas muy especiales, actúan la incipiente Orquesta Sinfónica Venezuela y el Orfeón “Lamas”. En una de esas oportunidades escucha una pieza con la que estaba muy familiarizado: el Popule Meus, compuesto por José Ángel Lamas un siglo antes. En las procesiones, en algunos conciertos, la Banda Marcial —y Antonio en ella— había tocado esta pieza. Lo que ahora escucha, sin embargo, poco se relaciona con el Popule Meus de su agrupación. Las cuerdas dan estratificaciones al solemne grito; y el coro parece envolver las naves del templo con un delicado toque. La voz solista —y él nunca hubiese imaginado este sonido para la melodía— se abre paso entre los instrumentos y el coro, con dolorosa certidumbre. En su interior algo fue sacudido. Sin decírselo, descubrió que la Banda sonaba a “banda”; que otros espectros del oído rondaban sobre él. “Fue un salto cualitativo en mi gusto”.

También cerca de la Catedral está el Cine Ayacucho. Ve innumerables películas, pero una lo impresiona especialmente. Y el recuerdo que guarda de ella quizá no sea exactamente visual: le queda la huella del fondo musical de Rapto —la obra— cuyo autor sólo conocerá más tarde: Honegger.

Desde luego, no todo a esta edad es dispersión intelectiva: las mujeres de Caño Amarillo lo conocen, porque como todo adolescente de sus condiciones, acude cada vez que puede a esta calle de las putas.Y es posible verlo, ahora, acompañado frecuentemente por un nuevo amigo. Con él recorre calles y bares, con él habla sobre música y proyectos. Es Ángel Sauce, el futuro compositor. Sauce, precisamente, le habla de Vicente Emilio Sojo, creador del Orfeón “Lamas” y de la Sinfónica. Pensando casi con temor, Antonio compara la Banda y lo que escuchó en el Municipal. Así, un día indica a Sauce su interés por estudiar con Sojo. El amigo obtiene la cita, y el maestro espera al muchacho para probarlo. “Estaba nerviosísimo, con terribles dolores de estómago”. Así llegó y enfrentó la alta figura de Sojo: sobrio, distante, el ya famoso director le hizo una prueba de oído con el armonio. Mostró acordes e interrogó. Estévez respondía sin términos técnicos: “Tónico”, “Cuarta sensible”. A este vocabulario del muchacho, el maestro respondió: “Cómo se ve que eres guitarrero”. Y fue aprobado.

Estévez sigue al pie de la letra las innumerables indicaciones de Sojo. Adquiere la Teoría de la música de Dan Hauser y el Método de solfeo de Hilarión Eslava.

Es tal su pasión, su inclinación por aprender, que en seis meses vence la tortura de leer música técnicamente. “En seis meses ya sabía todo”, nos dice. Entonces, el maestro Sojo le hace una pregunta difícil: “¿Por qué no dejas el pítico de la Banda y estudias oboe?”. La situación que en esos días afrontaba Estévez con Pedro Elías Gutiérrez, facilita su decisión. Tiene como profesor de oboe a Mario Dall’Argine y, de la noche a la mañana, como segundo oboísta, forma parte de la Sinfónica. Todo ha ocurrido en un vértigo.

Ante la nueva literatura musical y las simultáneas clases de armonía con Sojo, la avidez, la violencia del aprendizaje sólo parece a Estévez un sueño.

En efecto, aunque desde 1937 Antonio había ingresado al Orfeón “Lamas” (viajó con el grupo a Bogotá) y ya estudiaba con Sojo, sólo al año siguiente se produjo la ruptura con Pedro Elías Gutiérrez. Habitualmente, la Banda Marcial tocaba jueves y domingos: retretas en la Plaza Bolívar. Participaba de algunos actos celebrados en el Palacio de Miraflores y amenizaba actos en el Hipódromo. Un pequeño cuerpo de la Banda, por otra parte, tocaba durante las procesiones de Semana Santa. Un domingo correspondió a Estévez tocar en el homenaje y desfile de los boy-scouts, que se desarrolló desde El Paraíso hasta el Panteón Nacional.

Luego estuvo amenizando las carreras de caballos y regresó para acompañar una procesión. Pero faltó a la retreta obligatoria. Pedro Elías Gutiérrez reclamó por qué no había asistido a todos los servicios. Estévez respondió, protestando, que muchos de los otros músicos ya eran muy viejos para aquel esfuerzo, y que él tampoco podía someterse a ese régimen. Gutiérrez amenazó y sancionó: quince días de arresto (era una Banda militar) en el cuartel San Carlos. Al salir recogió sus cosas en la sede del grupo, y renunció. “Lo tenía candidateado para la Banda de la Marina, pero he notado que desde que usted está estudiando se me ha echado a perder”, le dijo Gutiérrez.

Estévez estudia oboe y se inicia con la Sinfónica, pero no tiene sueldo. El maestro se alarma: no está de acuerdo con la manera como Antonio llevó las cosas ante Gutiérrez; incluso piensa que el muchacho puede abandonar la música, dentro de su confusión. Porque ahora sus responsabilidades familiares y económicas son fuertes. Desde 1932, el padre y los demás han vuelto a Calabozo; pero el muchacho —que tocaba en la Banda— permanece en Caracas (de Mamey a Dolores) bajo la tutela de su abuela. Su responsabilidad hogareña lo obliga a ganar un sueldo.

Desde luego, descuida un poco los estudios musicales, porque acude a la esquina de La Torre, donde a diario se reúnen músicos populares, para buscar la posibilidad de tocar en bailes. A este lugar lo ha traído el trompetista Gregorio Colón; y numerosas noches las pasará tocando desde las diez hasta las tres de la madrugada. Pronto la situación se volverá tan crítica que Antonio estará obligado a tocar “cañón”.

Dentro del grupo que se reúne en La Torre, alguno sabe qué personas de la ciudad son amantes recientes. Gente de importancia. Un militar que tiene querida en el extremo de Caracas opuesto al lugar donde vive su esposa. El músico, informado de estos amores, avisa (y recibirá luego un pago levemente mejor) a los otros. Estos —los cañoneros: Antonio entre ellos— se desplazan hacia el lugar secreto donde está la pareja. “Tocábamos algo mientras los amantes tiraban”. Y esperan. Pueden ignorarlos aunque interpreten varias piezas dulces, o invitarlos a entrar (como ocurre con frecuencia) y brindarles un trago, y pagarles.

Antonio está también en los mabiles, en los templetes donde el carnaval popular paga a los músicos veinticinco céntimos por cada pieza que bailen los asistentes. Entonces Sojo crea un cargo en la Biblioteca de la Escuela de Música; dicha biblioteca estaba dirigida durante el presente año por Juan Bautista Plaza.

El nombre del trabajo es simple: copista. Pero las tareas, múltiples y delicadas. Estévez tendrá que seleccionar y clasificar los manuscritos de música colonial encontrados por Sojo. En efecto: cómo cuesta limpiar y copiar de nuevo esas partituras. Debe también compendiar, unir las “partes”, siempre dispersas. Sojo, con Plaza, revisa el trabajo y, en ocasiones, reconstruye las partes de algún instrumento. Pero el arduo ejercicio revela a Estévez algo que no había imaginado: la presencia diversa y atractiva de un pasado musical en la colonia venezolana. El muy amado nombre de José Ángel Lamas está allí, en los signos y en las firmas de sus obras. También reconoce el nuevo empleado la escritura de otros compositores de aquel momento, esencialmente dirigida a la exaltación religiosa.

Ajustado otra vez al trabajo con la Sinfónica y a sus estudios, Antonio asedia a Sojo, con sus compañeros de clases, Evencio Castellanos y Ángel Sauce, intentando extraer secretos a la armonía. Paralelamente, sus amigos y las conversaciones con Sojo, pero sobre todo las relaciones dentro de la música misma, le indican su incultura, su inmenso vacío de conocimientos. A la muerte de Juan Vicente Gómez (Estévez tocó durante el entierro del dictador, con su antigua Banda, en la iglesia de Maracay) había ingresado un mundo de nuevos libros a Venezuela. Por eso ahora a Estévez le es fácil reservar casi todo el dinero que le queda, libre de sus gastos habituales, para comprar literatura. Sojo mismo lo alecciona: debe leer poesía, y especialmente poesía venezolana. Aún hoy Estévez no ha olvidado aquellos versos de Góngora, favoritos del maestro:

Caído se le ha un clavel hoy
a la aurora del seno:
¡qué glorioso que está el heno,
porque ha caído sobre él!

Y, ansioso, Antonio acude al Liceo “Fermín Toro”, para asistir como oyente a las clases de literatura que dicta Héctor Guillermo Villalobos.

En 1939 arriba Estévez al quinto año de composición, y según él ignoraba por completo qué cosa podría componer. Los alumnos hacían pequeños divertimentos, con textos propuestos por Sojo; sin embargo, tras el estudiante quedaban los años de armonía (1934-1936), los cursos de contrapunto y fuga (1936-1939), mientras lo espera la profundización de formas musicales, el canto gregoriano y la música religiosa (a cursar entre 1939 y 1941), así como estudios especiales de instrumentación y orquestación (1941-1943), aparte del aprendizaje complementario de cello y piano.

Quizá a mediados del 38, Estévez escribe una canción para coro, con letra de su amigo Luis Eladio Guevara: llevó Róelo a clases, y al escucharla Sojo comentó: “Esto suena a banda. Rómpela”. En cambio el maestro propuso a los jóvenes trabajar epigramas y dio estos títulos de libros, para que escogieran: Virajes de Jacinto Fombona Pachano, Respuesta a las piedras de Luis Barrios Cruz, Jagüey de Héctor Guillermo Villalobos, La voz de los cuatro vientos de Fernando Paz Castillo. Antonio se emociona con “Los gallos” de Paz Castillo.

Un gallo canta, y otro le responde y otro
y otro, y la canción se aleja…

Elige este poema y por primera vez advierte que es, tal vez, una alusión al llano o el canto de los gallos en la noche, esa vivida imagen de su infancia, lo que le interesa en el texto. Trabaja Antonio, también, “Fresas maduritas” de Julio Morales Lara, en forma de pregón, y “Azul y verde” de Irma de Sola, para voz y piano. Todo esto logrado bajo atmósferas sonoras que, de algún modo, conducen a la admiración casi religiosa de Sojo por Debussy. “Nosotros estábamos en un preimpresionismo, acentuado por los libros, la música y las reproducciones de cuadros que el maestro Sojo nos hacía conocer”.

El éxito —los comentarios de sus compañeros y de Sojo— de estas piezas, anima a Estévez y ese mismo año (1938) compone la canción El jazminero estrellado, sobre el poema de Jacinto Fombona Pachano, para voz y piano. Tres años después hará versión para voz y orquesta.

Como él mismo ha dicho en diversas oportunidades (entrevistas para la prensa o la radio; conversaciones con amigos), esa canción marca su verdadero arranque como compositor. Primero lo sedujo el poema mismo, con su inextricable carga de metáforas (El jazminero estrellado venia de lejos…) y, simultáneamente, lo estimulan las dificultades sobre el texto que el propio maestro Sojo le señala: ¿cómo traducir sonoramente las sensaciones de los versos? Pero Estévez resuelve con verdadera solidez el asunto: hoy podemos escuchar el olor del jazminero, podemos vislumbrar su equivalencia literaria, tanto en la versión inicial (que el compositor considera sólo apuntes) como en la extraordinaria confluencia de la versión para canto y orquesta. Un sutil comentario, una sucesiva expresividad que parece siempre iniciarse paralelamente con la voz, ocurre en la nueva versión. Con la misma sinceridad que Estévez advierte la seriedad de su obra a partir de El jazminero estrellado, también hoy podemos volvernos hacia esa canción para reconocer su belleza y la mano segura de quien la imaginó en 1938.

Durante sus veintitrés años, acudió con gran frecuencia a Calabozo. Un doble interés lo llama desde su población: la familia que reside allí, y vivaces, rápidos amores. Tantas ausencias, desde luego, hacen resentirse su trabajo en la transcripción de partituras. Sojo no tarda en notarlo, y le exige mayor rendimiento.

El día del regaño, su compañero Plaza lo encuentra llorando y a punto de renunciar al trabajo.

Pero recapacita; resiste el encanto de las fugas a Calabozo y opta por entregar al maestro, en un impulso de arrollador trabajo, una partitura copiada en limpio diariamente. Luego volvería a regularizar, con calma, su labor habitual.

Es este, también, el momento en que se crea la cátedra de Armonía Complementaria, en la Escuela. Sojo recomienda a Estévez para que la dicte al nuevo alumnado, comprometiéndolo, previamente, a no cultivar amores desde la cátedra. Pero Antonio cumple brevemente el pedido: dos años después se enamora de la estudiante Flor Roffé. Seguro de su afecto hacia ella, Estévez se anticipa a hablar con Sojo. Lo lleva a un café, explica su situación y pone la cátedra a disposición. “Ustedes no se dan cuenta de que el matrimonio es un trabajo. ¡Si en mis manos estuviera que los artistas no se casaran…!”, respondió el maestro. Fue padrino de la boda, en 1942.

Hasta ahora el músico se sostiene con su escaso sueldo de doscientos bolívares mensuales, en la Escuela de Música, y con las clases de canto que realiza en diversas escuelas y zonas de Caracas. Atiende niños de primaria. En la “Nueva Caracas”, de Catia, se vio obligado a retirar del curso a un chiquillo moreno y activo, pero inapto para cantar. “No creo que logres cantar nunca, muchacho”, le dijo Estévez. Era el futuro pintor Jacobo Borges. En otro instituto, la Escuela “Rivas Baldwin”, otro niño se especializa en arrojarle un certero grano de frijol cuando se descuida. Años más tarde, en la Cárcel Modelo, el músico escucharía al propio Aníbal Nazoa confesarle que él había sido aquel niño del fastidiosísimo frijol. El complemento del sueldo lo cubre con el trabajo del pequeño coro formado por él en el colegio Católico-Alemán.

En 1942 es llamado por Dionisio López Orihuela, Director del Liceo “Andrés Bello”, cuya sede funcionaba en la esquina de San Lázaro. Por primera vez, Estévez tiene contacto musical con jóvenes bachilleres. Funda un coro grande, de voces mixtas. Cuando algunos de los estudiantes se gradúan y pasan a la universidad, piden desde ésta a Estévez la creación de un orfeón universitario. Los más entusiastas con el proyecto fueron los hermanos Otamendi, Aníbal Martínez, Lorenzo Fígallo, Morella Muñoz y Jesús Sevillano.

Rafael Pizani, Rector de la Universidad Central de Venezuela en ese momento, se entusiasma también con la idea, pero les participa su deber de pulsar opiniones antes, de consultar a las autoridades respectivas del Ministerio de Educación y de la Universidad misma. Rafael Vegas indica a Pizani y a Estévez la dificultad de crear el nuevo cuerpo, por motivos presupuestarios. Estévez aclara que no exige nada, excepto el permiso para crear el orfeón. Y le fue concedido hacerlo.

A la solicitud de voces responden trescientos aspirantes. Estévez —con la cooperación de Inocente Carreño y de Antonio Lauro— selecciona cien voces. Los ensayos guardan gran entusiasmo, pero el estudiantado en general se burla de aquello, que les parece una locura. Algunos profesores se sentían molestados por el sonido, a ciertas horas. La preparación del concierto se cumple en la antigua sede de la Universidad, hoy Palacio de las Academias. Ha habido dos meses de ensayos. La fecha del debut coincide con la coronación de la reina universitaria, en 1943. El acto, por lo tanto, será trasladado al Nuevo Circo, donde la calidad y la espectacular aparición del grupo llenan una noche de triunfo.

En 1941 el Ministro de Educación, Arturo Uslar Pietri, convoca a concurso para la creación de una “Canción de la Juventud”. El premio lo obtiene Estévez, con su obra sobre el poema de José Tadeo Arreaza Calatrava.

Dos años más tarde, el impulso que cobra el Orfeón Universitario multiplicará la labor coral de Estévez. Compone la Canción de la molinera, para coro mixto, con letra de Alejandro Casona; Rosalinda, con letra de Israel Peña; Despertar, para voces oscuras, sobre un poema de Luis Barrios Cruz; y concluye los arreglos de algunas piezas que siguen siendo obligatorias en los repertorios de nuestros coros: la Canción de la Juventud de Shostakovich, Oligarcas temblad (canción de la guerra federal). El mampulorio y La Sirena.

Como tema de examen para el sexto año de Composición, Sojo solicita de sus alumnos el desarrollo de una “suite sinfónica”. Es verdad que aún Estévez no maneja realmente los problemas de instrumentación y orquestación, pero ha leído numerosos tratados franceses e italianos sobre el aria. Aunque duda, no vacila en abordar este primer reto de la orquesta. Por otro lado, piensa que con este trabajo podría concretar un diseño que lo asalta desde hace poco: describir de manera muy impresionista un amanecer, un mediodía y el atardecer en el llano.

Concluye la obra; Sojo se interesa en ella y le anuncia que será interpretada por la Sinfónica, dirigiendo el propio Estévez. Este detalle —dirigir— lo excita notablemente: siente un gran temor, la fascinación de la inseguridad y del reto. Durante el estreno se ejecuta completa la Suite Llanera. El autor (y director) recibe elogios de amigos y críticos. Sólo una vez más, en un programa radial en USA, se tocará completa la pieza.

Porque poco después Estévez revisa la Suite, y excluye (hasta hoy) dos de sus movimientos. Se queda con el Mediodía: “Aunque me parece el más árido, es también muy venezolano. Venezolano en un sentido muy amplio, ya que nunca habíamos escuchado música sinfónica venezolana; no teníamos modelos al respecto, excepto algunas cosas del propio Sojo”.

Efectivamente, dentro de su contexto deliberadamente impresionista. Mediodía acude a cierta pauta nacional: atisbos de ritmos locales (en el tema del oboe, por ejemplo, cuya simplicidad armónica pareciera aludir al cuatro).

Hay en el movimiento una alucinante evaporación del mediodía llanero, que calcina hasta el canto del sauce. El efecto de gran soledad deriva, quizá, de la escritura a “mezzotinta”: pareja, sin estridencias; la orquesta entera se recoge para atrapar un silencio: el del aire inmóvil, a punto de soplar, tal como lo sugieren las flautas. El piano encandila con su acento solar, y todo parece despertar cuando se introducen las violas. “El piano forma parte de los espejismos que traen los violines”, dice Estévez.

Realmente esférico y brillante como trabajo. Mediodía sólo deja escapar —para nosotros— un punto débil: la presencia innecesaria del arpa. Cuanto ella pudo decir enfáticamente, lo transmite el piano. El arpa, así, no pasa de ser un toque de color local que Estévez el llanero (no el compositor) dejó filtrar en su ceñida y breve obra.

Ahora la casa está sola, hay calor. Esa luz espesa de las dos lleva el sol hacia los lugares más íntimos del hogar. ¿Dónde están todos? Afuera el viento sopla, inmóvil. El mediodía aprieta su piel contra las cosas. El silencio es un soplo. Un niño de cinco años palpita dentro de esta luz espesa y su callado secreto.

Ahora, fuera de tiempo, el autor (¿el niño?) reconoce ese soplo: una flauta se eleva sobre la orquesta, y mueve su corazón, los árboles del patio. Nada ocurre (aunque la sala de conciertos esté llena durante la noche de Caracas) excepto esa respiración sonora que lo envuelve y lo desdobla. Frente a los músicos, el autor avanza solitario hacia otro mediodía: aquella plenitud del sonido: de un instrumento —esta orquesta— con la cual acaricia el pasado y el presente, porque un mundo enigmático se entrega. Curioso, hipnotizado, crea la suite: y en la sonoridad de la orquesta, solitaria, sabe que una figura olvidada le responde: él mismo, el niño, el de hoy, el próximo.

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Graduación de Antonio Estévez como Compositor – Imagen cortesía de Últimas Noticias

Numerosas obras compone Estévez a partir de la Suite llanera. No sólo las nombra pocas veces, sino que encuentra en ellas, despiadadamente, proximidades de otros autores o ecos de movimientos musicales que, en su edad de hombre maduro, ya no le complacen. Tal sería el caso de un Divertimento para flauta, oboe, clarinete y fagot de 1941, “muy mozartiano” según su juicio posterior. O el Concertino para oboe de 1942, también bajo factura neoclásica.

En 1943 y, como trabajo para su examen de oboísta, compuso e interpretó (junto a Evencio Castellanos) la Sonata para piano y oboe en la cual, destaca su autor, hay marcado influjo de Mozart y de Haydn. Su examen como oboísta incluyó, también, la ejecución del Concierto en sol menor de Haendel.

1944 lo ve formar parte del primer grupo de compositores que se graduaba en Venezuela. Junto a él estaban Angel Sauce y Evencio Castellanos. Dentro del Jurado, Sojo, Plaza, Primo Moschini. En el Diploma, además, la firma de Pedro Elias Gutiérrez, para cubrir la ausencia de otro de los miembros. Estévez presenta como trabajo de grado La rauda novia del aire.

Poco antes de concluir su carrera, Estévez ha descubierto partituras y discos de un compositor poco apreciado por Sojo: Igor Stravinsky, de quien conoce ahora la Sinfonía de los salmos, Petrouschka, La consagración de la primavera. Intuitivamente, a partir de este autor, Estévez avizora algunas divergencias musicales con quien había sido el maestro de toda su generación.

A mediados de 1945 solicita una beca ante el Ministerio de Educación, para proseguir su formación en New York. Cuando la recibe deja al frente del Orfeón Universitario a Evencio Castellanos. Estudia inglés, que nunca aprendió por completo, según él, y ve frustradas sus grandes ambiciones de estudiar con Stravinsky, porque éste no dictó cursos en esa temporada, y porque vivía en Los Angeles. Así, Estévez se inscribe con su esposa en cursos de educación musical y piano en la Facultad de Música de la Universidad de Columbia. Su voluntad, su sueño, lo impulsan a aspirar a un alto número de puntos: toma Orquestación, Composición, Arreglos, Dirección orquestal, etc. Al llenar la matrícula señaló saber tocar el oboe. Poco después se le informa que en la orquesta de la Universidad hacía falta un instrumentista de esa clase. Lo someten a prueba con un Lorée, en el cual ejecuta la parte solista del aún fresco (para su memoria) Concierto en sol menor de Haendel. Aprobado, pasa a tocar también en la Opera de la Universidad. Participa en el estreno de El Médium de Menotti, durante una de cuyas audiciones conoce a Aaron Copland.

Poco después en Tanglewood, Massachusetts, se interesa por emprender estudios de dirección de orquesta. Se le informa que la exigencia básica es poseer un repertorio de treinta y seis obras memorizadas. Estévez se anima. Pero esto no es todo: al mismo tiempo, toma un curso privado (de composición, de revisión para todos sus conocimientos) con Otto Lüining. Desde su contacto gramofónico en Caracas con Stravinsky, le obsesiona la música contemporánea. “Buscaba técnicas: y eso no era todo: yo debía ser humanamente apto para lo nuevo, lo contemporáneo”.

En el verano de 1946 vuelve a Tanglewood. Ahora el grupo de latinoamericanos es mayor, heterogéneo y entusiasta. Están Héctor Tossar, Roque Cordero, Juan Orrego-Salas, Oscar Buenaventura y Alberto Ginastera como oyente.

Ahora Estévez comprende mejor el ingreso y el proceso para la dirección orquestal: hay cinco orquestas, a través de las cuales se va pasando como asistente por diversos filtros y manipulaciones (tanto artísticas como chismográficas), hasta llegar a la Primera Orquesta. Bernstein es asistente y Kouzzevisky director principal. Estévez trabaja con fuerza y toma los cursos de composición con Copland. “Tampoco eran gran cosa”, nos dice ahora.

Después del verano regresa a New York. Toma como profesores particulares a Del’Ogigio y a Vittorio Giannini (de Julliard), recomendado este último por Camargo Guarnieri. Dura poco con aquél, pero Giannini le exige presentarse con cosas compuestas por él, para conocerlo. Estévez le muestra algunas canciones para coros, la Suite llanera, piezas para voz y piano y, desde luego, La rauda novia del aire.
—¿Cree usted que realmente puedo enseñarle algo?—preguntó Giannini.

—Firmemente creo que sí —dijo Estévez.
—Repítamelo tres veces, por favor.
—Sí. Lo creo, porque tengo fallas.
—Venga la próxima semana, y olvídese del pago —concluyó desconcertantemente el maestro.

En efecto, durante una temporada no le cobró. Giannini inició con Estévez una revisión exhaustiva de sus conocimientos. En Armonía, pequeñas fallas. En Contrapunto, vacíos graves. Trabajaron sobre esto. La fuga: carencias. Las variaciones: debilidades.

Año y medio después Estévez siente la fluidez de sus nuevos conocimientos. Otra estructura mental rige su trabajo musical. Se apasiona, se entusiasma: algo va a ocurrir con su obra. Pero concluye la beca en 1948, y debe regresar a Caracas.

Va a dejar New York, atrás quedará esta ciudad a la que entregó varios años. Sin embargo, nunca se borrará la dirección del apartamento que el matrimonio alquiló, al llegar: 141 Broadway. Un puente muy cerca. El sonido de la multitud, la prisa; las fachadas gigantescas, tan diferentes a las de aquella Caracas habitada por ellos en 1945. Atrás quedará el desagradable incidente de haber pagado un alquiler de $ 85, cuando el precio regulado era de 45. Ecos del abuso, de la guerra. Un abogado  los apoya para demandar. Antonio no quiso; pero recibe siempre algo (menor) como indemnización. Será parte de sus recursos para viajar a Londres.

New York en el pasado, y, extrañamente, un recuerdo de su padre, insertado en la ciudad; a veces volvía Estévez a tener una imagen de sus vacaciones de 1938: iba entonces a Calabozo e intervenía en el coro de aguinaldos; bromeaba. Salía a la sabana y miraba la desaparición del sol; o tocaba con su padre: como aquella vez que le dijo: “Ese no es el acorde. Es un séptimo disminuido”. Y su padre no entendió el nuevo lenguaje musical de su hijo. Esa imagen vuelve, ahora que se aproxima el viaje.

Atrás queda, también en New York, la segunda ejecución completa de la Suite llanera: a través de un programa radial. Y queda, desde luego, la conversación de Tanglewood, con Julián Orbón, cuando escuchando ambos la Cuarta sinfonía de Brahms, aquel compositor (pensando en el Tema con variaciones) le anunció su ambición de escribir una Passacaglia. El interés de Estévez por la idea fue inmediato; y logró una inserción tan profunda en el músico, que allí mismo en la ciudad inició la serie de variaciones que integrarían la passacaglia de su futuro Concierto para Orquesta.

Todo ello surge al final de su beca, como un enlace entre el pasado y el futuro inminentes. Pero no hará directamente el regreso desde New York hasta Caracas. Meses antes Estévez se ha dirigido al Ministro de Educación, Humberto García Arocha, y a su amigo Alberto López Gallegos. Aquél le permitirá que los últimos meses de la beca sean pagados en Europa; este último le consigue los boletos para el viaje.

Los quince días que permanece en Londres le causan desazón; todo está racionado, como consecuencia de la crisis económica. La colilla de un cigarrillo americano, que el propio Estévez lanza al piso, es atrapada ansiosamente por alguien en el aire. Pero la estrechez de las comedidas es compensada por los numerosos conciertos y las óperas a los cuales asiste.

París, en seguida, se abre espléndidamente para los viajeros. La ciudad misma resulta una revelación, al tiempo que les permite olvidar las carencias de Londres y el jam and eggs de New York. Comidas, noches, amistades, encuentros; todo nutre y satisface. Gonzalo Castellanos Yumar, Carlos Figueredo, Freddy Reyna, Pascual Navarro, forman parte de ese activo conglomerado.

En esos días, a partir de un almuerzo inolvidable para el compositor, es introducido al Conservatorio Nacional de Música por el señor Pardo Legonier. El instituto estaba dirigido por Claude Delvincourt, quien poco después lo invitaría a su palco, en la Opera. Aquí, acompañado por Zoltán Kodály estaba Arthur Honegger, a quien ya había conocido en Tanglewood. Se presentaba Juana de Arco en la hoguera. Con Honegger vuelve a rememorar la impresión que le causara, años antes, la música del filme Rapto.

El despliegue visual de París lo excita; apasionadamente absorbe los montajes de Barrault y Renard; los museos, las galerías. Un hondo impulso lo acerca a cuadros, a piezas musicales, a la historia viviente de cada día. Los esposos hacen una gira por Bélgica y Holanda. Brujas, Memling. Su detenida pasión por Mathis der Male regresa ahora al encontrarse con Grünewald. El tríptico: algunas imágenes acústicas de Hindemith, que espera tras los esbozos del Concierto para orquesta iniciado en New York.

Más tarde, Firenzi, Roma, Venezia. “Muchachas en bicicleta”: Florencia, Holanda. Pero también ese milagro de tocar la historia con las manos”. En las calles y en los cuadros los mismos rostros”, comenta hoy 3 de abril Antonio Estévez. La Plaza de San Pedro en El Vaticano lo impresiona. “Por el poder, por la fuerza concentrada en esa masa arquitectónica”.

En París, y durante los viajes, sostiene el hábito creado en New York: asistir a dos o tres conciertos semanalmente. Vuelve a la ópera: atiende (aunque se fastidia un poco) a Pélleas et Melissande de Debussy y vuelve a escuchar Boris Goudunov de Mussorsky, que conocía mucho desde Caracas, y que había visto en New York. Esta obra, a la cual arribó a través de Debussy, en Venezuela, vuelve a despertar en él gran admiración por el carácter nacionalista, por la presencia de un clima psíquico evidentemente ruso.

En estos días conoce y trata fugazmente a Pierre Boulez. Más tarde volverán a encontrarse en Caracas, y juntos participarán en un breve viaje a Río Chico, aldea de tambores y de sonido oscuro, que al parecer entusiasmó mucho a Boulez.

Hoy —3 de abril de 1979—, mientras conversamos en la Universidad, he visto cómo la continuidad de su rememoración sobre París y algunos países de Europa, decae lentamente: Estévez parece distraído o disperso.
—Algo me está bloqueando la memoria, se me escapan muchos datos —dice el compositor de pronto.
—¿Paramos la conversación? —le pregunto.
—No, no —responde rápidamente. De todas formas, algo queda.

Hay silencio, y luego Estévez comienza a hablar de un Descenso de la cruz de Tiziano, visto en la Pinacoteca de Munich.

Eso ocurre el 3 de abril, y yo escribo sobre aquel día hoy, 19 de agosto de 1979. Debo reconocer que aunque seguía con interés las respuestas del maestro, yo mismo estaba ausente; no era él quien bloqueaba su memoria sino una lacerante situación personal, que me impedía el adecuado contacto mental. El compositor nunca sabrá cómo me ayudaba su presencia, la fuerza de sus recuerdos, su vitalidad; no era él quien olvidaba sino yo, que trataba de apartar una obsesión.

En apariencia teníamos una sesión más; otra de tantas iniciadas a las 4 de la tarde (no con exactitud, para ser justos: el maestro siempre llegaba algo tarde) en mi oficina de la Dirección de Cultura, en la Universidad Central. Meses antes, después de haber leído cuanto se hubiera escrito sobre Estévez y después de haber escuchado nuevamente todo lo grabado de su música; después de haber seguido el necesario programa radial que hiciera Luis Enrique Silva Caballos (diez sesiones por la Emisora Cultural de Caracas, FM) y de haber aclarado definitivamente algunas razones de mi entusiasmo por su trabajo, ya a fines de 1978 estaba listo para iniciar las entrevistas. Cada martes (¿cada martes?) el maestro subía al piso 10 de la Biblioteca, en la Universidad, y allí hablábamos durante dos horas. Aunque he seguido su obra desde 1960, sólo hablé con Estévez en 1976.

Y entonces surgió la idea de comprender su música. Me gusta su franqueza, su apertura, su humor. No imaginaba que iba a encontrar —tras esa apariencia siempre espontánea, vivaz— fuertes hilos de reflexión sobre pintura y sobre libros. La música —es natural— lo abarca todo en él, pero también con imprevisible lucidez.

Esos martes, entonces, me absorbían por la fuerza psíquica del músico; pero también porque yo necesitaba el auxilio de otra experiencia: de otra vida que redujera mi propio desprendimiento. Así, este martes 3 de abril (dice Ramos Sucre: En mi memoria dolerá el recuerdo de imposibles afectos y en mi espíritu pesará el cansancio de vencidos anhelos. Y ya no aspiraré a más…) Estévez dirigirá la conversación hacia el descenso de Tiziano, y me dirá poco antes:
—Algo me está bloqueando la memoria…
Y también yo estaré callado un rato. Me hubiera gustado ser creyente o más inocente o sufrir menos ese día: para entender el símbolo: para comprender cómo se había deslizado la imagen del Cristo en nuestra conversación, y cómo yo seguía ajeno a ella: a su posible consuelo.

Pero París se afianza en su descubrimiento de Klee, a cuya obra sigue fiel. Y, paradójicamente, se entrega también al encantamiento de los románticos. Una visita a la tumba de Chopin. Se dice a sí mismo (tanto ayer como hoy) que si creyera en la reencarnación aceptaría ser Chopin, Puccini o Tchaikovski. Cuando los escucha, su espíritu pertenece a ellos.

Visitas a Chantilly; ilusión de castillos.

Dibujos de Leonardo. Poco cine; mucho teatro; el Old Vic, con Lawrence Olivier en Edipo Rey. (Espectáculo que coincide con los estudios de Estévez sobre el oratorio de Stravinsky). Medea con Judith Anderson. Hartazgo en la Comedia Francesa: Moliére. Teatro ligado a la música incidental creada por Lully. Además, obras de lonesco, de Beckett.

Han pasado tres meses desde el arribo del matrimonio Estévez-Roffé a París. El verano se fue. En noviembre de 1948 pasan en avión a New York; y desde aquí —en barco— a Caracas. Los acompaña su propio piano.

Desde luego, quien regresa ya no es el mismo. Si desde la niñez estuvo seguro de la música como único cuerpo paralelo para su vida, ahora Estévez sabe que, dentro y fuera de sí mismo, todo conduce a la música. El cuadro de Grünewald y la pieza de Hindemith; el iniciado Concierto para Orquesta, así lo confirman. Pero tampoco Caracas es la misma, por lo menos en el ámbito de los compositores.

Estévez se incorpora a la cátedra de Instrumentación y Orquestación, aunque su máximo interés consiste en dirigir la Orquesta Sinfónica Venezuela. Posee, de memoria, un repertorio de veinte obras. Conversa con Sojo esta posibilidad, pero una atmósfera adversa rodea sus preparativos. Reinaldo Espinoza Hernández le sugiere realizar un concierto con Yehudi Menuhin como solista. Estévez hace esta oferta a Sojo. Y el maestro contesta:
—Tú no puedes dirigir la Sinfónica. Primero, porque has batido un instrumento de la Orquesta contra el suelo; y porque has afirmado que este es un país maldito, que vas a cambiar de nacionalidad.
—¿Usted cree eso, maestro Sojo, le consta que es verdad?
—No me consta, pero le creo a quien lo dice.
—En todo caso, ¡voy a dirigir la orquesta!
Y apartando por primera vez toda su anterior obediencia a Sojo, el compositor tocó después con Menuhin.

El programa incluía la Obertura Egmont y el Concierto en re de Beethoven (este último, estreno en Venezuela), la Cuarta sinfonía de Brahms y la suite de El pájaro de fuego. El éxito del nuevo Director propició otras presentaciones de la Orquesta, con él al frente. Poco después dirigió a Isaac Stern y estrenó su predilecta pieza Mathis der Maler.

Se enriquece no sólo su práctica como director, sino que ahonda el dominio de ese instrumento plural: la Orquesta misma. Caracas lo acoge de nuevo, y de algún modo se debilitan las intrigas y lo incómodo. A medida que transita ante el sonido y por el novedoso repertorio que trae, siente el llamado de su propio espíritu: con rigor, con pasión, se inclina sobre sus recuerdos de la música colonial venezolana, aquélla que copiaba años atrás; con imaginación, con seguridad, vislumbra lo corpóreo del Concierto para orquesta. Concluido y revisado éste, lo envía a concursar por el Premio Nacional de Música. Un jurado en el que figuran, entre otros, Sojo y Alejo Carpentier, otorga el galardón del año 1949-1950 al concierto.

La primera ejecución es conflictiva: el director (y autor) exige; los músicos de la Sinfónica creen afrontar excesivas dificultades durante los ensayos. “Es que la obra era difícil para la época”, nos dice Estévez. El Premio fue entregado por el Ministro de Educación, Augusto Mijares, y por el Director de Cultura de ese organismo, Luis Alfredo López Méndez, en la Biblioteca Nacional, durante un acto especial de homenaje a Francisco de Miranda en el bicentenario de su nacimiento. El concierto se estrena en 1950 en el Teatro Municipal de Caracas.

El fantasma del gomecismo se ha prolongado en el General López Contreras, quien gobernó el país hasta 1941; el 2 de mayo de ese año fue investido como Presidente el General Isaías Medina Angarita, cuyo mandato, de aperturas, debilidades y atractivos, es derrocado en octubre de 1945. El ejército y el Partido Acción Democrática comandaron ese golpe de Estado, que desata como consecuencias, por un lado, el ascenso de Rómulo Gallegos a la Presidencia y, vertiginosamente, por otra parte, el arribo del militar Marcos Pérez Jiménez a una ornamental (y dura) acción dictatorial, que se prolongará hasta enero de 1958.

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Ángel Sauce, Evencio Castellanos y Antonio Estévez reciben el grado de maestros (02/08/1949). Imagen cortesía de Últimas Noticias

 

El Concierto para Orquesta

El Concierto para Orquesta de Estévez proporciona al oyente una singular experiencia de múltiple vivencia. Tintes, matices y firmes trazos, lo invitan a presenciar una doble biografía indirecta: la del autor homenajeado en el Concierto, el músico de la Colonia José Ángel Lamas, y la línea sensible con que Estévez sintetiza aquella vida (¿o mucho de la suya, desde el punto de vista intelectual?)

Elementos aislados —una conversación con Julián Orbón, la experiencia como Director de Orquesta en Caracas, su admiración por Lamas, el contacto con las obras de ciertos maestros contemporáneos: Hindemith y Stravinsky— confluyeron desde lo exterior para que la pieza fuese concebida.

Y dentro de esos elementos externos, vale la pena considerar estas afirmaciones de Estévez: él mismo ha dicho que imaginó la obra como un reto, el reto de proporcionarle a la música venezolana de la Colonia, aquellas formas expresivas que los compositores de ese entonces no utilizaron. Por ejemplo, excepto Meserón, ninguno de los otros compositores del momento trabajaron sobre música sinfónica o música de cámara, en sí mismas. Todo estuvo dirigido a exaltar la iglesia, lo litúrgico. Estévez, entonces, quiere realizar una obra cuya estructura “llene” de alguna manera esas carencias. Así como los maestros europeos de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, habían desarrollado, enriquecido y transformado los modelos que les precedieron, hasta crear cuerpos musicales novedosos, así quiso Estévez, con su Concierto, evocar en el homenaje a Lamas, estas proposiciones tan cultivadas en aquel tiempo. Por eso, el Concierto para Orquesta retoma, en cada uno de sus movimientos, una estructura predilecta de la investigación sonora de ciento cincuenta años antes.

Toccata

Este primer movimiento se inicia con una breve introducción de pocos compases, nobles y majestuosos, sobre la cual irrumpe súbitamente un allegro. Tal juego nos reitera de inmediato que la orquesta está, precisamente, “tocando”. Y de una vez, también la idea de “concertar” se muestra por completo. Cuerdas, vientos, maderas, percusión: ellos habrán de dialogar y coincidir, de oponerse y unirse, porque conciertan.

La toccata es resuelta como sonata, con una excepción muy precisa. El primer tema, encomendado a los instrumentos graves de la orquesta, busca su contraste en el tema segundo, que es cumplido por los primeros violines y las flautas. El sobreagudo de los violines excede una simple inclinación técnica por los contrastes: ya volveremos sobre este detalle. A continuación son desarrollados el primer y el segundo temas y Estévez infringe la norma de la sonata al no cumplir la reexposición. La coda, en seguida, establece una conjunción con lo que será el comienzo del próximo movimiento. El final de la toccata ambiciona ya el cuerpo de la Passacaglia.

Si el inicio del Concierto atrapa, indiscutiblemente, ciertos rasgos de la psicología de Estévez (¿cómo si no con pasión muy suya podía arrancar la orquesta?), el segundo tema del movimiento, en cambio, es pura despersonalización: el sobreagudo de los violines, la tímida y sin embargo enfática elevación del comentario, corresponde a otro carácter: allí surge por primera vez la figura de José Ángel Lamas. Una flecha disparada hacia el infinito, una mirada a donde quiera que esté Dios, una ausencia de peso: ese es el contorno primero del músico colonial, cuya vida pareció circular sólo hacia adentro, en el croquis que asoma la pieza. Violines y flautas, concertantes, trazan la presencia de Lamas como espiritualidad.

Nada cuesta observar, al fondo de este movimiento, ciertos giros que podrían entroncarse con Gerhswin: algo muy americano, un brusco trazo de Porgy and Bess respira aquí. Pero no olvidemos que Antonio Estévez creará, más tarde, la Cantata criolla: ¿no hay un mismo hilo acústico que atraviesa el continente, transmutándose? Atendamos, finalmente, la presencia enmarañada y dramática de los violines, con el segundo tema. ¿Ocurre allí una exigencia interna del Concierto, un desbordamiento de Estévez o es el propio José Ángel Lamas que se estremece ante la distinta realidad de Dios?

Passacaglia

Si bien la toccata no está circundada por una retórica fija, la Passacaglia debe obedecer a su desafiante exactitud interior. Estévez cumple con los ocho compases encomendados a violoncelos y contrabajos, solos, sin polifonía. Y luego asume el desafío de las variaciones. Dieciocho variaciones integrarán este movimiento, sobre algunas de las cuales nos detendremos para mirar el Lamas concebido por nuestro músico.

Fue en Tanglewood, mientras atendía a la Sinfónica de Boston en 1946, cuando conversando con Orbón sobre la cuarta sinfonía de Brahms, éste comunicó a Estévez su aspiración por escribir una passacaglia. Pero quien lo realizaría habría de ser el venezolano. “Para mí es el movimiento más logrado del Concierto —dice Estévez— porque alcanza a reflejar el espíritu místico y conflictivo de Lamas. El sabía cómo Lino Gallardo, Cayetano Carreño y otros contemporáneos suyos, trabajaban en canciones patrióticas, participaban de un mundo político concreto, mientras el propio Lamas —aparentemente— permanecía aislado”. A la toccata tan tormentosa, sucede, entonces este nuevo movimiento, cuya serenidad aborda momentos místicos y expresiones de duda. Lamas, en él, aunque tocado por fuerzas exteriores, se ciñe a un centro: lo espiritual.

El tema obligado de los bajos verá superponerse, sucesivamente, ingeniosas variaciones en violas y fagotes, en los segundos violines, en las flautas, en los primeros violines, en los cornos (cuya connotación simultánea alude a la guerra inminente y, desde luego, a las dudas de Lamas). La sexta variación pasa por las cuerdas, mientras el tema es absorbido por oboes y flautas: reminiscencia de un órgano. El trozo concluye con un coral y las variaciones en madera y metales.

Un brevísimo puente nos lleva a la novena variación, cuyo carácter es francamente diseminado: el tema en sí mismo no aparece, sino algunos de sus elementos de referencia en la construcción armónica, melódica y rítmica.

Otra leve licencia —un nuevo puente— dinamiza el paso hacia un coral, reflexivo, que envuelve el tema expuesto por los metales. La coda entre las variaciones once y doce anuncia una imagen de grandes columnas luminosas, un templo ascendente, con acordes sinfónicos que se presentarán de nuevo al final. En la variación doce Lamas, que acababa de centellear en su afirmación religiosa, vuelve a su modestia cotidiana, a una intimidad replegada que el tema pinta con las flautas, mientras las cuerdas comentan el secreto de lo habitual. Habrá de nuevo un énfasis en los graves, y pasajes líricos, cuyo aroma atraviesa fugazmente el Chacao de la Colonia. Pese al predominio de serenidad, el movimiento dibuja contrastes de especial efecto psíquico para la realización del retrato.

Ricercare

Como en la transición anterior de un movimiento a otro, la coda de la passacaglia es el comienzo del ricercare. Comparado con otras piezas de la música venezolana (y con numerosos factores de nuestra cultura) ese ensamblaje posee un doble valor: el desarrollo integral del Concierto y una voluntad de coherencia poco presente en un país donde cada forma vital (política, artística) es siempre fragmentaria, parcial.

Curiosamente, las formas embrionarias de la fuga, cierta elección técnica arcaizante, dará a este movimiento el pigmento sonoro más adecuado. Esta vez, con pasión, fundiendo una personalidad en otra, la escritura de Estévez abrazará a la de Lamas. Temas que se reacercan, contrapunto imitado, escogen la célula del Popule Meus para debatirla y exaltarla. Al comienzo, esa célula auditiva se anuncia con los trombones, pero luego estalla y diverge en todos los metales. El rondó —el estribillo— será el tema central de aquella obra de Lamas, pero siempre sugerido, no obligado. Ritmos muy movidos, lo sagrado en las fronteras míticas: gestualidad americana, oculta y revela el tema. El retrato está completo: la biografía musical de Estévez se escribe con la biografía atmosférica de lo que pudo ser Lamas.

El movimiento concluye llevando ese tema elegido a una apoteosis: las columnas vuelven a ser iluminadas, el ascenso lírico se torna en dramatismo y el acento de Lamas queda instaurado: su corazón vive teológicamente.

Haber vuelto a Caracas significa para Estévez, también, retomar la conducción del Orfeón Universitario. Siempre querido (¿temido?) por el grupo, prepara un amplio concierto como parte de los homenajes al prócer de la Independencia Francisco de Miranda. Precisamente durante uno de estos ensayos, recibe la noticia del Premio otorgado al Concierto para orquesta. Hay una foto donde podemos verlo en ese instante. Llevado en hombros por los propios orfeonistas.

Ahora se afianza como Director de orquestas: esporádicamente al frente de la Sinfónica y dos veces a la semana conduciendo la Orquesta de Cámara de la Radio Nacional, cuyo director, Pedro Antonio Ríos Reyna, al viajar le pidió que lo sustituyera. El golpe militar contra el gobierno de Rómulo Gallegos, en noviembre de 1948, abre un universo de represiones, que los nuevos jefes militares del país prolongarán durante diez años. Probablemente esta coyuntura histórica despierta en Estévez una atención especial por los problemas políticos. Nunca, sin embargo, ingresará a partido alguno, aunque desde 1950 su simpatía por el Partido Comunista es innegable. Ocho años más tarde, al concluir la dictadura de Pérez Jiménez, sería vocal de ese partido, en la Cámara de Diputados.

Los años de la clandestinidad traerán a Estévez la amistad de numerosos líderes y perseguidos. Cada uno, a su manera, insistió para que se inscribiera en Acción Democrática. La permanente reserva de Estévez para aceptar consignas o ser dirigido desde un comité político; y su posición personal ante los contenidos ideológicos de esos sectores, le impedían, como hemos dicho, acceder a la petición de esos amigos.

Desde su matrimonio, Estévez vivió en la Avenida Principal de Maripérez. La casa, de nombre “Marimba”, fue construida con escasos recursos. El letrero en relieve que la identificaba, fue hecho en cerámica por el pintor Armando Barrios. Allí acostumbraban a reunirse los esposos con sus amigos, desde 1942. Podían estar, en grupos o individualmente, con Inocente Palacios, Josefina Juliac, Andrés Eloy Blanco, Martín Pérez Guevara, Rafael José Nery. La esposa de Estévez tocaba el piano: un predominio de Debussy. Tomaban cuba-libres y leían versos. De estos años, también, es la amistad con Antonio Deblois Carreño, nieto de la famosa pianista Teresa Carreño. (Cuando Estévez sale becado de Caracas en 1948, la casa será ocupada por el filósofo Juan David García Bacca y su familia).

Ahora, durante los años de la clandestinidad política contra Pérez Jiménez, esta casa recibe a Alberto López Gallegos, para esconderlo. También se le aparecen a Estévez dos dirigentes a quienes no conocía: Leonardo Ruiz Pineda y Alberto Carnevalli. En 1950 su inclinación por el Partido Comunista no responde a una fiebre política, sino a un interés muy profundo. “Era rebelde, pero sin actos espectaculares contra la dictadura. Nunca asistí a tocar en los desfiles de la Semana de la Patria, celebrados anualmente por el presidente”.
(Semana de la Patria; marchas obligatorias de los empleados y estudiantes, con uniformes, con liquiliquis: en honor a la Patria: a Pérez Jiménez).

En 1952, denunciado ante la policía del régimen, la “Seguridad Nacional”, es citado para un interrogatorio. Los cargos son explícitos: se acusa a Estévez de llevar el Orfeón Universitario para denigrar al Gobierno y para cantar por la libertad de los presos políticos. Pero esto no era cierto, y así lo afirmó ante Ulises Ortega, añadiendo, por otra parte, que había dejado de dirigir. En efecto, cuando el régimen cerró la Universidad Central de Venezuela, Estévez había dejado sus labores al frente del Orfeón.
—¡Tome la declaración! —dijo Ortega al secretario— Yo le creo. Y anote también que el Maestro está de acuerdo con la gestión del General Pérez Jiménez.
El policía salió de la oficina. Con sorpresa, Estévez descubre que el secretario —amante de la música y de los coros— le dice que no va a anotar esa falsa adhesión del músico al gobierno.

En junio de 1952, cuando cumple su habitual visita al Instituto Venezolano-Soviético, Estévez es detenido.

Ocurre de noche, mientras se proyecta La madre; la redada es violenta y eficaz. La policía atropella a la madre de Alejo Carpentier, quien también presenciaba el film. Durante esa mañana, el encargado de negocios de la URSS había sido vejado por el gobierno. Horas después se produce la ruptura de relaciones de Venezuela con la Unión Soviética.

Los detenidos son llevados a la cárcel de El Obispo. Con Estévez irán Ernesto Silva Tellería, Gabriel Bracho, Antonio Lauro, Rodolfo Quintero, Salvador de la Plaza y muchos otros. Desde esta prisión, ubicada en El Guarataro, pasan a la de Pro Patria cuatro días después: la Cárcel Modelo. Desde aquí, a la vez, los prisioneros comienzan a ser remitidos a las terribles torturas de Guasina o al exilio. Ulises Ortega somete a Estévez a nuevos interrogatorios; todo ocurre en un salón pequeño, tras cuya puerta se filtran quejidos y, alguna vez, un grito. Ortega participa, pregunta (ya ha propuesto a la esposa de Estévez el canje de la libertad de éste, por unas horas de intimidad), sale y entra con gran ajetreo.

El músico queda solo con otro hombre. De pronto le muestran un retrato de Stalin, y lo queman. Estévez, naturalmente, no tiene ninguna reacción especial ante la incineración.
—jAh! ¿No te importa lo que le estamos haciendo a tu padre?
—No me importa, no tengo nada que ver con ese señor. Bofetadas estrictas.
—No es mi padre.
Y con la bofetada, viene el movimiento —a través de una cuerda que cruza la habitación— de un busto ahorcado de Lenin.
—Este es tu abuelo, este sí, ¿no?
—No, realmente yo no conocí a mi abuelo.
Crecimiento de la furia, nuevos golpes.
—Bueno, ahora viene Don Pedro.
—¿Quién es don Pedro?
—Don Pedro Estrada.
Y poco después llega el gran cerebro de la policía, el creador de nuevos sistemas para la tortura del momento, el hombre de confianza para Pérez Jiménez. Llega, se sienta, no habla; cruza los brazos, espera. Al fin mira al músico y le dice:
—¿Quién lo manda a usted a meterse en estos líos? Yo he seguido su trayectoria; estas cosas están bien para la gente vulgar, pero usted ¡es un artista!
—No he participado…
—Claro que sí. Con el movimiento por la Paz. Pero le veo en la cara que no lo han tomado como instrumento. Así que o sale al exilio (usted no amerita ir a Guasina) o al confinamiento.
—¿Qué es confinamiento?
—¿Me va a resultar más ingenuo que un niñito? Bueno: usted elige el sitio de la República. Allí va y se presenta mañana y tarde en la Seguridad Nacional.
—Entonces, yo elegiría el Guárico…
—¿Guárico? ¿Me va a decir que prefiere Calabozo?
—Sí.
—No sea pendejo. Allí nació usted. Pero voy a ayudarlo. Usted se va a San Carlos, en Cojedes. Tiene cuarenta y ocho horas para salir. ¡Suerte!

Y se fue. Estévez había estado preso durante unos cuatro meses. Al salir, llama por teléfono a Miguel Moreno, muy ligado antes al Orfeón Universitario, y ahora secretario de la Junta de Gobierno. Moreno lo recibe en Miraflores; Estévez le pide que interceda para que la SN de Cojedes no lo torture. El secretario escribió una carta al gobernador de Cojedes, Aldo Novellino. Un día después, en San Carlos, éste le dice:
—Puedo complacerlo en todo, menos en lo de la casa, porque las que hemos fabricado están inundadas. Con el piano sí.
—¿Cómo?
—Sí, en la carta que usted trae se me pide una casita y un piano.
—¿Qué piano? No puede ser, yo vengo confinado.
—No se preocupe, dígame a cuál empresa comercial se puede pedir un piano.
—No, deje eso así; y yo buscaré una pensión para vivir. —¡Ah! Pero es que, en todo caso, yo pensaba comprar un piano para la Escuela “Eloy Palacios”.
—Bueno… siendo así.

Estévez sugirió la marca. Se pidió el instrumento. Y en seguida inició trabajos de coros y enseñanza musical en el Grupo Escolar, en el Liceo y en la Escuela de Comercio. Todo gratuitamente. Se ligaba así con gente joven de Acción Democrática. Otras horas —las suyas— eran dedicadas al armonio de la Catedral; el padre Palao se lo permitía. Muchos compases de lo que será la Cantata Criolla tienen su origen aquí.

Con sus alumnos de los diversos coros decide fundar un gran grupo vocal. Todo marcha, y el repertorio se inicia (por la facilidad técnica de las obras, no por razones políticas, dice Estévez) con la Canción de la Juventud, con el viejo himno Oligarcas, ¡temblad! Es un acto ingenuo hasta que el gobernador lo llama para ofrecerle un sueldo de dos mil bolívares, a cambio de trabajar con coros infantiles y eliminar del repertorio aquellas canciones. El músico no aceptó.

Ocho meses después, en la misma arbitraria forma como había sido detenido, Estévez recibe la suspensión de su confinamiento en Cojedes. Ni sus amigos ni los jóvenes del coro quieren dejarlo partir; una bromista fiesta de despedida en el bar “Los Panchos” concluye condecorando al maestro con chapas de cervezas.

 

La Cantata Criolla

Los primeros apuntes para esta obra surgen en New York, en 1947, pero la creación del Concierto para orquesta postergaría aquel germen, ambicioso y confuso. La gran ciudad había despertado con frecuencia en Estévez lejanas imágenes de su infancia y su vida en el llano. Esta vez unos textos de Alberto Arvelo Torrealba centralizaron tales figuraciones. La costumbre del compositor de viajar con libros venezolanos, le permitió encontrar en las Cantos y las Glosas al cancionero una deslumbrante coincidencia entre sus evocaciones más íntimas y un texto de áspera iluminación mítica.

…en la soledad que
enlutan llamas de ayer parece
que va soñando con la sabana
en la sien.

En los versos se cumple la primera estación del hallazgo: el largo viaje de Estévez desde la llanura hacia sí mismo, desde la música hacia las ciudades, desde sus sentimientos más profundos hacia el llano otra vez.

En los versos vislumbra Estévez aquella parte telúrica de su ser que siempre quiso convertir en música. Florentino, el que cantó con el Diablo lo está llamando desde el poema.

Sabana, sabana, tierra…
……………………………..
sobre tu pecho desnudo
yo me paro a responder…

Esto lee en 1947, dentro de la ciudad extraña, y los dramáticos trazos que muestran tanto el encuentro del coplero Florentino con el Diablo, como un desafío, cantado bajo una noche de tormenta, comienzan a girar inexorablemente en la cabeza del compositor. Será necesario el paso de algunos años para que, cuanto ocurre durante este primer esbozo mental de la obra, cristalice.

Pero aun aquí, en New York, Estévez habla una noche con Natalia Silva, alojada en la International House, cerca de la residencia del músico, y le transmite su euforia por el texto de Arvelo Torrealba. La artista le pide que convierta, musicalmente, esas fuertes imágenes en un trabajo para danza. Estévez, bajo el influjo del poema, le responde: “Si supieras que yo no veo al Florentino como algo para danza. Veo esto como una obra para coro, orquesta y dos solistas…”

Y en esos mismos días, Estévez escribe algunos apuntes para la Cantata, poco antes de salir desde New York a Europa: es la sonoridad tan conocida que acompaña a la primera estrofa (El coplero Florentino/ por el ancho terraplén) y no el actual Preludio, que sólo fue concebido cuando la obra ya estaba concluida.

Poco después, en París, encuentra a Gonzalo Castellanos Yumar junto a un grupo de pintores venezolanos, en casa de Almé Battistini. Castellanos Yumar acababa de recibir el Premio Nacional de Música, que le permitía pasar una temporada en Europa. Durante esa reunión, Estévez hace escuchar a su amigo, algunos trozos de la futura Cantata.

Los años cubrirán su regreso a Caracas, sus actividades como Director de la Sinfónica, el estreno del Concierto para orquesta; pero entre arrancadas y silencios, el trabajo con la Cantata prosigue. Se le ocurría denominarla Creole Cántate. Y se ha introducido en el estudio del paisaje a través de la literatura latinoamericana: con Cantaclaro, Don Segundo Sombra, Martín Fierro. Se embriaga otra vez de paisaje plano, de llanos y pampas. Concibe entonces que en la obra “debe predominar una música larga —como el horizonte—, tendida, cargada de modo menor musical, de expresión dolorosa y concentrada, como cuando el llanero afina el cuatro o como cuando se refugia, espiritualmente, en él…”, dice Estévez. De acuerdo con su costumbre (que mucho satisfacía al maestro Sojo), mostraba de vez en cuando algunas partes de la pieza al viejo maestro. Así ocurre que al leer éste la música propuesta por Estévez para los versos Ojo ciego el lagunazo/ sin garza, junco ni grey, cree hallar en ella algo muy similar a un tono traído por Eduardo Plaza desde el Guárico. Estévez se sorprende; y hoy nos comenta: “Eso me ocurrió así, y te digo que hay personas que encuentran en la pieza una suerte de transplante de folklore, de calcar… Cosa que nunca fue mi intención”.

Cuando cae preso por asistir al Instituto Venezolano-Soviético y cuando es confinado a Cojedes, Estévez lleva consigo sus papeles. “¿Qué otra cosa podía yo hacer en tales situaciones? Intentar componer”. La prolongada configuración de la Cantata vive con él.

A fines de 1953, en Caracas, concluye la primera parte (sin el Preludio): esas diversas atmósferas del coro cuando presentan a Florentino en los “caminos del Desamparo” o en el momento en que el agua huye de su sed o cuando el oscuro jinete lanza su reto ineludible.

Estévez ha elegido para la obra un desarrollo melódico de evidentes resonancias Maneras: percibida en el primer momento (y tal vez eso es lo que seduce al público, cada vez que la Cantata es ejecutada) la melodía parece lanzarse sobre el oyente con la complicidad de algo ya conocido, de vasta raíz popular. Una inteligente exploración de disonancias y un recóndito apoyo en cierto arcaísmo coral, esconden sin embargo la extraordinaria arquitectura musical del coro: las voces sucesivas, las coincidencias y separaciones de la melodía misma, el ingente ensamblaje de gargantas y orquesta, revisten una vitalidad de sólidos matices y de enamorada invención. Eliminar las palabras, en esta primera parte, equivaldría a quedarnos con un admirable trozo de escalinatas corales, a las cuales la orquesta comenta, dando los variados climas psicológicos de la tensión. No en vano Estévez venía de su experiencia con el Concierto para orquesta, donde los recursos técnicos habían dejado al autor en el centro de su poder musical. No en vano la exigente y casi ascética voluntad sonora del compositor guardó en el Concierto su volcánica pasión: aquí, en la Cantata esa pasión se ha serenado, pero fluye con insistente elegancia y recorre los versos de Arvelo Torrealba, para demorarse en el eco de ellos: para desdoblarlos con estas masas sonoras que describen a Florentino mientras avanza, solitario, por la llanura.

En esta primera parte, el compositor divide musicalmente al poema. Los coros cesan para que la orquesta introduzca el cambio: hay un estremecimiento a cargo del ritmo: Florentino intentará beber agua del caño y advendrá la presencia del Diablo. Aquel rasgo un tanto arcaico de la melodía pasa a primer plano cuando, de manera entrecortada, el coro concibe la escena.

El barítono establece el reto: coro y orquesta se preparan para la respuesta del tenor: la segunda sección de la primera parte parece estar, musicalmente, comenzando otra vez. El ambiguo fresco en que el cantor y las fuerzas oscuras se encuentran, ha concluido. Una milenaria leyenda (Orfeo y el infierno; Ulises y las sirenas) cumple, en el ensueño de aquel niño llanero que fue Estévez o en el maduro compositor que desafía simbólicamente su propio poder, otra encarnación en tierras de América.

A mitad de la obra —como Florentino— Estévez escucha el diabólico desafío: cantar concluyéndola.

“Antes de abordar la segunda parte, yo tenía trazada la tempestad en el llano, que adelanta el ambiente del contrapunteo entre Florentino y el Diablo. Pero yo le tenía miedo a mi capacidad para abordar la porfía y me dije que era mejor hacer un viaje por el llano. Preparé mi grabador —unas maletas muy pesadas—, muy bueno para aquella época, e invité a Freddy Reyna un poco antes de la Semana Santa, para que fuéramos a recorrer todo lo que es desde Ortiz, El Sombrero, Parapara, Palo Seco, Calabozo, Corozo Pando: todo eso donde se pudiera escuchar joropo, bailes. Salimos, y así llegamos hasta San Fernando de Apure, donde el propio gobernador nos preparó unos cantadores y unos “arpistos”, como los llaman allá. Muy buena intención, hasta que el gobernador me anunció que esos arpistos tocaban como si el arpa fuera una pianola. Esto ya no me gustó. Esto era miércoles santo; yo le quito todo fetichismo a la fecha, porque podría prestarse a alguna interpretación.

“Entonces un viejito, que estaba ayudando con la ternera que se preparaba, me dijo: ¿Usted sabe dónde va a encontrar lo que busca? En Achaguas. Hoy sale el Nazareno de allá. Haga que el gobernador lo mande en su carro.
“Pero no conseguimos transporte, ni siquiera con el gobernador, por la fecha santa. Al fin nos fuimos en un camión, detrás. Nos recibió el jefe civil de Achaguas y nos alojó en la jefatura. Llegamos vueltos tierra. En seguida salimos, sin grabador, a oír. Empezamos a escuchar en las primeras cuatro esquinas; llegamos al final del pueblo: nada. Yo le dije a Freddy: ¡fracasamos! Y ya nos regresábamos cuando llegamos a la última casa del pueblo. Yo pedí un brandy doble, para sacarme la modorra. Y así estábamos como a las once de la noche, cuando empiezo a oír un arpa: pero nada más que afinando. ¡Lo que es el fenómeno del músico cuando hay músico! Le pregunto a Freddy si está oyendo aquello o si el cansancio me hace soñar. Y entonces el hombre empieza a hacer un registro. Y rompe aquel hombre con un seis numerado. Confieso que nunca había escuchado un seis numerado ni un seis por derecho. ¡Coño, vale, éste sí es un arpista! Y al fin me volteo, porque no me atrevía a hacerlo. Y veo a un hombre metido dentro del arpa, con un sombrero negro y el perfil de un indio.”

Digo: ¡encontramos! Y entonces comienzan a aparecer los cantadores. Yo le digo al hombre: ¡qué bien toca usted el arpa!, y otras cosas. Y siempre me contestaba con monosílabos.

“Supe que él iba a tocar toda la noche en dos o tres partes, con sus cantadores. Lo seguimos hasta el amanecer. A las once de la mañana conseguí permiso del jefe civil para prender la luz eléctrica, y comencé a grabar. Grabamos cinco horas; luego regresamos a Caracas. Ahora sí tenía yo una base para trabajar el contrapunteo. Aquel hombre era el “Indio” Figueredo.”

En estos días surge el Premio “Vicente Emilio Sojo”, creado por la Orquesta Sinfónica Venezuela. El maestro, que ha atendido el proceso de creación, estimula a Estévez para que termine la obra y la envíe al Concurso. Faltando una semana para cerrarse la fecha de admisión, Estévez considera concluida la Cantata criolla.

 

Antonio Estévez Con Antonio Lauro y Teodoro Capriles
Antonio Estévez dirigiendo uno de los primeros ensayos de la Cantata Criolla. Al fondo observan Antonio Lauro y Teo Capriles, 1953. Imagen cortesía de Últimas Noticias

 

Recibe el Premio y se ejecuta por primera vez en el Teatro Municipal de Caracas, el 25 de julio de 1954, con Teo Capriles y Antonio Lauro como solistas.

Tal vez en el viaje de Estévez hacia el arpista de Achaguas (viaje cumplido más por el pasado del compositor que a través de Apure) encontremos las claves para esa ardiente vitalidad con que dialogan Florentino y el Diablo. Barítono y tenor, junto al coro y  la orquesta, elevan la dramática porfía en un espléndido contrapunteo. Su vibrante efecto, sin embargo, no resistiría la absorbente primera parte de la Cantata si no fuese por los cultos recursos musicales que sostienen a ambas figuras míticas. No olvidemos que la segunda parte de la obra despliega el trabajo de los solistas dentro del acertado mundo de la tormenta, según lo desarrolla la orquesta, y luego mediante la fusión de todos los intérpretes en la gloriosa victoria del cantor, al llegar la madrugada.

La insistente aspiración de Estévez por lograr una expresión latinoamericana para su arte, logra con la Cantata cabal realidad. Leyendas transmitidas por el pueblo, ritmos e instrumentaciones de frecuencia venezolana, melodías que releen tradicionales voces del inconsciente popular, fueron convocados en su obra con la elegancia y el rigor de un auténtico músico contemporáneo.

Y si bien en la Cantata el indio y el negro se superponen; si bien hay en ella una culta inclinación hacia ciertas proposiciones derivadas de Debussy, nada nos impide encontrar, desde un punto de vista sonoro, algunos espejismos del hombre blanco: cierta alusión de la orquesta a la España relampagueante de Manuel de Falla.

Los años inmediatos a la Cantata verán surgir las Canciones ancestrales (1955): Arrunango (texto de Héctor Guillermo Villalobos), Habladurías (letra de Manuel Rodríguez Cárdenas) y El ordeñador. Originalmente concebidas para coro, fueron arregladas posteriormente para voz y piano. En 1956, estando en París, Estévez compone las Dos canciones otoñales, sobre poemas de Juan Ramón Jiménez. Hay en ellas, según el autor, un clima de “intimidad amorosa” que necesitaba exponer. Y aunque surgieron como piezas para voz y piano, no tardaría en hacer la transcripción para voz y orquesta. De 1956 son, también, las 77 canciones infantiles para piano. Desde el éxito de la Cantata, aparte de una breve estancia en París, el maestro permanece en Caracas, donde trabaja dirigiendo la Sinfónica o en su Cátedra de la Escuela de Música, aparte de ser Asesor Musical del Ministerio de Educación.

El régimen militar que es derrocado en enero de 1958, abre paso al actual proceso democrático, de confusas orientaciones sobre la organización del país. Se reanuda entonces la actividad partidista, retornan los líderes del exilio; y Antonio Estévez muestra una clara simpatía por el órgano de la izquierda, el Partido Comunista. Tanto que, en calidad de simpatizante e independiente, será propuesto como candidato a Diputado. La elección de Rómulo Betancourt como presidente; su feroz actitud de derecha desata en la oposición una orgánica cadena de rechazos. Surge la lucha de ,guerrillas en Caracas y en el interior. A pesar de respaldar muchas de las exigencias sociales planteadas por la juventud universitaria, el maestro Estévez no comparte la inminente ola de violencia que arrasará a nuestra política. Difiere de los asesinatos de policías, los secuestros diplomáticos, los asaltos a los bancos. Como se verá más tarde, para entonces el Partido Comunista ha perdido las riendas y la dirección de la lucha. En medio de esta situación de guerra, Estévez se marcha a Europa. Otra motivación fundamental para este viaje es su impulso por conocer las investigaciones de la música contemporánea.

Salen hacia Londres en 1961, por un año; y se quedará en Europa durante diez años. Regresa a su patria con cierta frecuencia, para lograr —mediante charlas y otras labores— complementar el dinero que le exige el permanecer afuera. Básicamente la familia vive del alquiler de su casa en Caracas, y de algunos ahorros.

El proyecto que lo lleva a Londres consiste en escribir una ópera o un oratorio sobre Francisco de Miranda. Habiéndoselo facilitado el British Council, asiste ahora a los ensayos y montajes de numerosas óperas. Pero realmente el proyecto con Miranda no se cumple, aunque escribe entonces la Obertura Sesquicentenaria, concluida hacia 1962.

Un año después recibe el Premio Nacional de Música en Venezuela. De algún modo, sin embargo, el espíritu de Francisco de Miranda atraviesa la obra, puesto que su construcción alude a la mañana del 19 de Abril de 1810. La escena puede ocurrir frente a la catedral, en aquel intenso momento del destino político venezolano. Un coro gregoriano, el Himno Nacional, la Marsellesa, establecen los cánones ideológicos que la Obertura quiere reflejar.

1961 viene a ser, por otra parte, un año de inesperada trascendencia en la vida emocional del músico. No sólo establece una conducta personal respecto de la situación política en el país; no sólo decide abordar el nuevo lenguaje que la música ha cobrado en el mundo, sino que, también entonces, nace su única hija: María Victoria. Veinte años de matrimonio, algunos años de consultas médicas e incertidumbre rodean la posible esterilidad del compositor. Ya en 1957, gracias a dos amigos, corresponsales de Ultimas Noticias en París, Estévez establece contacto con un médico conocido por ellos. Después de los más diversos análisis físicos, durante una profunda conversación con el doctor, Estévez recordó que, a los nueve años, jugando con otros chicos se cayó desde una viga. Quedó enhorquetado sobre un quicio, inconsciente. Los testículos se hincharon y el muchacho estuvo en peligro de muerte. Nuevos exámenes médicos, y una delicada operación iban a permitir el nacimiento de la niña, en 1961.

El padre (“un tanto abuelo”, como dice el maestro) adquiere así un nuevo centro vital: junto a la música posee ahora este ser, desde el cual la vida anímica renace para él. “El nacimiento de esa criatura cambió la faz de los intereses míos; yo no vivía sino para la música, y entonces llegó este paso definitivo y distinto”.

La revisión de su lenguaje musical, que en principio lo impulsó a salir de Caracas, titubea en Londres, porque a la vez que recibe novedosas concepciones en ciertos espectáculos, se afirma su personalidad tradicional a través de la Obertura Sesquicentenaria. Hacia 1963, sin embargo, esa latente crisis adquiere de nuevo relevancia: y la necesidad de observar críticamente su propia expresión lo lleva a París, donde permanecerá hasta 1971. En ninguna de esas ciudades ingresa a algún organismo académico.

Recién llegado a París, escucha por radio una pieza musical cuyo comienzo no percibió. Seducido, atiende hasta el final. Lo desconcierta y lo enamora el extraño oleaje del sonido: algo sincopado pero al borde de la melodía, aunque aquel registro excede cuanto el oído pueda imaginar. ¿Son voces o instrumentos? Una caverna de eléctrica intransigencia circula en la obra. Hay algo dentro de este instante que el azar ha abierto para Estévez, y él no puede desoír la señal. Llama a la estación de radio, y obtiene la identificación de la pieza: Gesang der Jünglinge de Kariheinz Stockhausen. Adquisición de discos con cuanta obra contemporánea pueda conseguirse; asistencia a los conciertos de música electroacústica en la RTF; comprensión del fenómeno “concreto”, consumirán la energía de muchos meses. Pero el ascenso del entusiasmo por el nuevo universo sonoro, deriva lentamente hacia una objetiva estimación de sí mismo: “Naturalmente, yo no estaba preparado —en sentido técnico o afectivo— para aquello. Aquello era un brote que me entusiasmaba, pero no me sentía capaz de abordarlo”.

Pasarán cuatro años de aproximación y compenetración con los nuevos medios sonoros antes que el maestro Estévez decida la concepción de una pieza electroacústica. El proceso, en verdad, asume aristas terribles. Su profunda identificación con el lenguaje orquestal; su igualdad carnal con siglos de composición; el rígido espectro de Vicente Emilio Sojo, todo ello debió concentrar su pasado. Del otro lado, un nuevo sistema de libertades y exigencias; el desafío de sensaciones auditivas nunca antes concebidas; la plenitud del presente, pesan sobre el compositor.

En este período, dos recuerdos perdidos buscan a Antonio Estévez. Uno de ellos fue fijado a los ocho años. Para entonces, el niño contribuía en algo con el trabajo de su padre. Le correspondía vigilar la planta de hielo, en el negocio de aquél, y quedaba solo largo rato. Un detalle contradictorio lo hipnotiza allí: puede ver la polea y su correa, girando sin cesar; sabe que de allí viene un zumbido: y hasta aquí todo resulta claro. ¿Pero esa música, esas variaciones agudas y suaves que interrumpen el silencio, de dónde vienen? ¿Son producidas simplemente por la polea o es un secreto que la máquina quiere transmitir al niño? Más tarde, cuando invite a otros compañeros a escuchar esa música, nadie la escuchará. Es el ruido de la polea, le contestan, y se ríen. El otro recuerdo, que acude al presente aquí en París, viene de 1951. El hombre adulto que lo posee puede explicarlo con claridad, pero la evocación se une obsesivamente a su actual vinculación con la música electroacústica. Para entonces, todavía como director del Orfeón Universitario, viaja a Ciudad Bolívar. Han llegado a un irregular hotel, abrumados por el calor y el sol. Estévez decide descansar un poco y se acuesta, después del mediodía. Cree que va a dormirse cuando una melodía cíclica e irregular, comienza a envolverlo. Está en el ambiente, sin origen y sin control. También es lejana y convence. Con sorpresa, el maestro comprende que las aspas del inmenso ventilador, colocado en el techo de la habitación, ejecutan un solitario canto, que no puede dejar de escuchar. No duerme, pero se entrega a ese poder continuo de las hélices, que avanzan hacia este momento de quince años más tarde.

En 1967 el artista cinético Jesús Soto debía participar en la Feria Mundial de Montreal, con un pabellón venezolano. Pensando en su obra. Soto rechazó cualquier ámbito folklórico para ella, y solicitó que el propio Antonio Estévez compusiera una pieza para ambientar la exposición. El plazo de tres meses pareció muy breve al músico, aunque trabajó exhaustivamente en un diseño que correspondiera a las incesantes reestructuraciones visuales de Soto. El terremoto de Caracas impidió la inauguración del pabellón venezolano; esta trágica circunstancia, sin embargo, abrió un nuevo lapso que permitió a Estévez la finalización del trabajo.

Realmente la obra fue producida con pocos recursos: tres grabadores, el piano arreglado, y dentro del apartamento del músico. Utilizando una cinta de bucle, la duración de la obra resultaba indeterminada, con combinaciones sonoras que no se repiten, como una subjetiva sensorialidad sin memoria. El título de la pieza: Cromovibrafonía. Nunca escuchada en Venezuela, es juzgada por su autor como un primer paso (vacilante pero definido) en el mundo electroacústico.

Al concluir la década, Estévez regresa a Caracas, claramente afirmado en su investigación nueva, y deseoso de disponer de los equipos correspondientes. Encuentra que Gustavo Rodríguez Amengual es Presidente del Centro Simón Bolívar; su antiguo solista del Orfeón Universitario le ofrece recursos para fundar una Orquesta. Estévez no acepta, pero ve entonces la posibilidad de fundar un Estudio de Fonología Musical. Su amigo se interesa; en locales especialmente acondicionados, frente a las nuevas construcciones del Parque Central, se instala el Estudio dirigido por Estévez.

Como siempre, el maestro inicia un trabajo didáctico con jóvenes interesados en este movimiento. Y durante el año 72, vuelve a trabajar con Jesús Soto. Se trata esta vez de crear la ambientación sonora para el Museo que, con el nombre del pintor, se ha levantado en Ciudad Bolívar, de acuerdo con el plan arquitectónico de Carlos Raúl Villanueva. Durante ocho meses, Estévez perfila una obra de ambiciosa concepción, que devuelva musicalmente el eco plástico de las obras artísticas ubicadas en el Museo, y que sondee los audaces ambientes de Villanueva. Un complejo circuito musical, cuyo germen había sido la obra precedente para Montreal, ensambla esta sonoridad lumínica y sideral que el maestro denominó Cromovibrafonía múltiple.

Siete años después, Estévez deja de dirigir el Estudio de Fonología Musical. Considera desde entonces que, para su propia obra, no requiere del sonido electroacústico exclusivamente. Piensa que las voces, la orquesta y los recursos “concretos” se corresponden todos con su actual interés por la llamada música mixta.

 

El Maestro reflexivo ante una composición
El Maestro reflexivo ante una composición, en el Estudio de Fonología Musical.

La última entrevista con Antonio Estévez ocurre hoy, a mediodía, durante el primer domingo de agosto, en 1981. Algo ha costado llegar —desde las grandes avenidas y urbanizaciones— a esta carretera estrecha, a esta zona de casas rurales, en una de las cuales, bajo altos pinos, vive el maestro. Estamos más allá de Baruta. Hace algo más de un año que Estévez volvió a instalarse aquí, aunque la casa pertenece a él y a su esposa desde cuatro décadas atrás.

Transparencia del día; silencio; un techo manual y paredes blancas, rodean al músico. En un cuarto sosegado, el piano, los instrumentos de un Estudio. Sesenta y cinco años tiene esta figura fuerte, de energía transmisible; con ojos rápidos y alta voz. Nada en él parece alterado, excepto las manos, afectadas por la artritis. Se queja un poco, también, de su diabetes, controlada. Pero nos acompaña con vibrante precisión a revisar los apuntes de esta narración sobre su vida. Por casualidad, hoy la Orquesta Sinfónica Municipal incluye su Concierto para orquesta en el programa. Y él manifiesta interés por ver qué pasa con la obra a estas alturas.

Su esposa está en Europa, de donde debe regresar pronto, con María Victoria.

Al final de la conversación, antes de referirnos a sus actuales proyectos, dice el maestro:
—Quiero confesarte algo, que no sé a qué atribuirlo. He estado padeciendo una apatía desde el punto de vista creador. Eso sí que es un problema. Yo sé que tengo que trabajar, todos los días; voy a hacerlo, y de golpe siento un vacío, un rechazo. Es algo terriblemente dramático que me ocurre desde hace dos años, aunque a veces, antes, también tuve momentos de freno, de estar trancado. Y nada de lo que compongo me gusta: ¡todo lo rompo! Es una tortura. Tal vez estoy exigiéndome demasiado o estoy en período de pérdida de facultades… O es la edad. La pasión sigue, pero…

Esta grave y volcánica autocrítica (podemos pensar nosotros, sin embargo), ¿no ha estado ocurriendo en Estévez desde su adolescencia? Resulta difícil no imaginar otro alto de su conciencia, anterior a éste; y otro, y otro, repetidamente. Quizá la ceñida creación de su propia obra sea el mejor testimonio de tal rigor. Porque asimismo como nos habla hoy —para cerrar la entrevista— de esta crisis anímica, así también se refiere al trabajo que ha emprendido y que puede cubrir los próximos años: el Canto a Bolívar (con texto de Neruda) para ser concluido en 1982; y el Minotauro, sobre textos de Arturo Uslar Pietri, acerca de la desaforada imagen del petróleo en nuestra historia como país.

El período de “vacío” existe, pero sobre él Estévez supone un extraordinario cuerpo de nuevas obras. Desde ahora son posibles. Y en ellas —como en toda su música anterior— Estévez habrá de ser Estévez: una extraña fuerza de la personalidad, de la vida o lo múltiple, convertida en arte sonoro.

El Maesto en reposo
El Maestro

El 26 de noviembre de 1988, muere en Caracas, a los 72 años de edad.

Balza, J. (1982). Iconografía. Antonio Estévez. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

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